De repente sintió la necesidad de
levantar piedras, de buscarlos como hacía 30 años atrás. Sólo tuvo que cruzar
la carretera y adentrarse unos pasos en la pequeña loma que se divisaba desde La Caseta. Se vio a sí mismo palo en mano decidiendo que piedra levantar, con
su hermano y sus primos detrás, en silencio, esperando la
decisión del primo mayor.
No tardó mucho en descubrirlos.
Le gustaba observarlos, ver como su sorpresa inicial al ser despojados de su
pétreo refugio se tornaba rápidamente en una activa búsqueda de un improvisado
y alternativo lugar seguro. De nuevo se caía el mito de la agresividad, de la
maldad de unos seres adaptados para como pocos para la supervivencia.
Los encontró rápido, como hacía
30 años. Los necesitaba encontrar. Sentía la urgencia de reafirmarse que todo
seguía en su sitio, que nada había cambiado tanto, que el tiempo no lo alteraba
todo, que siempre había algo que permanecía.
Si había algo que recordaba de
sus excursiones en Pedralba eran los escorpiones y las orugas de las esfinges
de las lechetreznas, preciosas con sus colores aposemáticos y abundantísimas entre las Euphorbias que crecían a su
antojo en los 4000 metros cuadrados de terreno, afortunadamente para él, totalmente ausente
de signos de antropización. Durante aquellos domingos en los que se sentía como
Durell en su Corfú particular, movilizaba a todos sus primos para construir
criaderos de orugas, trasplantando decenas de euforbias sobre las que colocaban todas las maravillosas orugas de estos esfíngidos que encontraban, esperando, dentro de su inocencia, encontrarlas allí al
domingo siguiente.
Hace lustros que no ve una oruga
de Hylex euphorbiae, lo que le
obligaba a levantar piedras por doquier, hasta encontrar a otro de los seres
vivos más fascinantes y a la vez más incomprendidos de nuestra geografía. Tras
las fotografías de rigor, colocó la piedra en su lugar. Todo debía seguir en su
sitio, como hace 30 años.