24 de noviembre de 2011

Capturando el espíritu


De nuevo se sorprendió a sí mismo mirando a través de la ventana. Con una de sus dos hojas abierta para evitar la venda en los ojos que era ese cristal traslúcido que lo emborronaba todo. Las rejas exteriores acentuaban la sensación claustrofóbica de la que era su estancia en los últimos ochos años durante más de ocho horas diarias. La calle yacía desierta, silenciosa, perezosa sin ánimos a levantarse, casi había olvidado el bullicio de los primeros años. Las máquinas trasladando palets con todo tipo de mercancías. Los contenedores esperando pacientemente su turno de carga y descarga. Los operarios atajando campo a través para no quedarse sin mesa en el bar del polígono. Todo desapareció poco a poco. El silencio de la calle tan sólo se rompía con sonido del motor de algún vehículo y el del contacto de sus neumáticos con el agua de los charcos aleatoriamente distribuidos como agujeros en un queso de Gruyere. El yermo paisaje rural de la meseta castellana trasladado al asfalto desnudo del polígono industrial. Vistas infinitas de la monotonía.  Coleccionables de ausencias.
Se sorprendió mirando a la nada, mirando intentando ver en qué se había convertido su existencia. No había más que un fuera de campo desenfocado, borroso y lleno de sombras que sus cristalinos no lograban perfilar. Cada día se resistía a ello, se levantaba y desplazaba la hoja del ventanal buscando la imagen precisa y certera, la que le propinara el empujón definitivo, la chispa con la que poner en marcha la reacción, el cambio y, cada día encontraba la misma sombra, la misma duda eterna, enquistada en sus retinas y en su cerebro. Cada día  haciéndose más grande y más sombría.

Pudo verse bajo una luz ambarina mirando hacia al vacío a través de un cristal color miel tupido con celdas hexagonales, tan frágil como infranqueable. Una  ventana por la que asomarse al mundo del desencanto y la apatía. Una muralla tan tangible y a su vez tan etérea que le sumía en la certeza de la melancolía más absoluta.

El sonido impertinente del teléfono le hizo volver a la blanca realidad del fluorescente y a las rejas verticales de su imaginaria jaula de oro que, un día más, se negaba a abandonar.


Pero, a veces, cuando miro a mí alrededor y descubro tantas ausencias, tantas cosas destruidas y al mismo tiempo tanta tristeza, algo me dice que, quizás en ellos, se fue nuestra capacidad para sentir de verdad la vida.

Teresa (Teresa Gimpera).

El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973).

17 de noviembre de 2011

10 de noviembre de 2011

Diana

Maullaba con insistencia, como exigiendo un derecho adquirido a lo largo del tiempo. Cuando alguien de la casa abría la puerta entraba altiva con la cola erguida, directa a su comedero, del que apenas mordisqueaba con desgana una pieza de pienso con forma de pez. A los dos minutos de nuevo reclamaba salir como exigiendo una casa libre de barreras. ¡Al fin y al cabo era su casa también!.
Se comunicaba con la vehemencia otorgada por la supervivencia ganada a pulso. Tres de siete mascullaba siempre para sus adentros. Era como si sus flirteos con la muerte le hubieran otorgado una desfachatez que tan solo era sustituida por su instinto de supervivencia cuando alguien se levantaba del sofá dispuesto a poner las cosas en su sitio.
Cuando la observaba siempre le parecía percibir una mirada melancólica y triste. Condenada a la soledad desde su infancia tras una esterilización y un par de intervenciones a vida o muerte que marcaron su carácter caprichoso, independiente y extremadamente arisco, demasiado, incluso para un felino.

La veía como un extraterreste en un mundo de humanos en el que ocupaba su tiempo en llenar su vacío existencial dedicándose al acecho y captura de un amplio abanico de presas potenciales que abarcaba cualquier insecto lo suficientemente grande como para interesarse por él, como saltamontes o mantis religiosas, hasta pájaros de todos los tamaños y colores pasando por reptiles, acosando sobre todo a las salamanquesas y lagartijas que osaban acercarse a sus dominios y, por supuesto, a los ya clásicos roedores. Cual fílmico depredador ochentero en la selva centroamericana gustaba de exhibir sus trofeos decapitados y desmembrados en el felpudo de la entrada de la casa para sorpresa de sus habitantes.

Aunque quizás no era ese el motivo de su comportamiento. Lo más seguro que todo fueran paranoias suyas y que simplemente la diosa de la caza hacía honor a su nombre.

3 de noviembre de 2011

Cambio horario


Las 4:45. Otra vez despierto a las 4:45. Como ayer y como antes de ayer. De nuevo se preguntaba por qué demonios a las 4:45. Los ojos como platos. Los nervios en tensión. ¿Qué pasaba a las 4:45?.
Se dio la vuelta hacia el lado izquierdo de la cama intentado volver a enganchar ese sueño esquivo, escurridizo y mal intencionado, sabedor de que, como mínimo, tardaría un par de horas. Justo lo atrapó unos minutos antes de escuchar a Lou Reed en su despertador. Como ayer y como antes de ayer.