19 de abril de 2017

Vidas anónimas


Mientras se dejaba caer pista abajo desde Tristán hasta la Masía de Ferrer, recordaba su primer encuentro con el caserío. Sucedió un verano de hace bastantes años, cuando para él cada salida era toda una aventura en busca de senderos inexplorados y cada lugar descubierto significaba una pequeña conquista momentánea disfrutada con unos momentos de soledad y unas cuantas imágenes grabadas en su memoria. Por aquel entonces dio con la Masía por casualidad. Sin saberlo, andaba totalmente perdido, ya que su intención inicial era bajar por la senda de la Vigueta, acabando, justo en sentido contrario, casi en los brazos de la Morruda.

En aquel primer casual encuentro no lo vio. De hecho, ni sabía de su existencia. Más tarde se enteraría que, junto al barranco que linda con la Masía de Ferrer, había otro árbol centenario, un madroño, al que, sin razón aparente, había ignorado hasta que, por fin, se decidió a descubrirlo, aunque simplemente fuera movido por el egoísta fin de rememorar sentimientos enterrados hace tiempo en salidas tan previsibles como los paseos en barca de Truman por su lago de cartón piedra.

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Alguna vez él mismo se sorprendía al descubrir ese extraño y reconfortante sentimiento de sentirse reconocido. Pocas veces ocurría, pero no le importaba lo más mínimo. Se encontraba perfectamente adaptado a estar siempre fuera de los focos, cada vez más ajeno a las visitas, a las decisiones importantes. Atrincherado en la pantalla del ordenador o en la bancada del laboratorio, no dejaba de sorprenderle la consabida retahíla de frases hechas y poses predeterminadas siempre culminadas con la misma foto, con el mismo escenario, con idéntica sonrisa. El esfuerzo entregado a la imagen forzada y vacua que no se sostiene. A mantener la fachada que oculta el vacío más absoluto. Nada más importa. Mañana ya se verá. No te preocupes.

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Al final desistió en su empeño. Giró 180 grados y volvió sobre sus rodadas buscando un sitio donde comer algo para afrontar la subida hasta Tristán con ciertas garantías. Fue entonces cuando vio el cartel entre unos arbustos. Allí estaba el madroño. Tuvo que observar la fotografía y alzar la vista hasta localizarlo, con sus tres oscuras ramas principales emergiendo entre la vegetación, pero perfectamente integrado en ella con la armonía que dan los más de cien años de convivencia. Se le veía feliz en su vida anónima. Al observarlo, no pudo evitar que le viniera a la mente la imagen del Pi de la Bassa agonizante, apareciendo en los medios rodeado por una cinta de plástico blanca y roja, utilizado hasta su muerte como instrumento de denuncia política sin que, ni su fama, ni su vistosidad, ni su popular y visitado emplazamiento le hubieran servido de mucho.

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Otra más. De esta ni siquiera tenía noticias. Son dos orientales perfectamente trajeados. El idioma es lo único que cambia de una visita a otra. El antes, durante y después no varían, aunque desde su puesto parece que empieza a notar cierto cansancio en los gestos y en los rostros sonrientes. Un último esfuerzo para la foto final y todo habrá acabado.

2 de febrero de 2017

Simbolismos


Hacía un viento fuerte y racheado que jugueteaba con él, zarandeándolo de un lado a otro de la pista. Avanzaba con infinita paciencia con la barbilla casi tocando el manillar, buscando exponer la mínima superficie corporal.

Quería verlo por última vez antes de que se lo llevaran. Cuando tomó la carretera de asfalto rugoso que lleva a la Cartuja, el viento amainó de repente, como si quisiera disculparse por haber sido el culpable de tumbarlo. Yacía desnudo, desprovisto de todo. Amputado y lleno de cortes, como anticipando la inevitable autopsia. Al verlo, le vino a la mente esas fotos de caza mayor donde la mirada hacia el infinito de la víctima aún refleja el absurdo de todo.

Meses atrás parecía que todas las fuerzas de la naturaleza se habían unido para acabar con él. Miríadas de insectos perforadores, sequías extremas, el paso de los años, la vejez…todos y cada uno de ellos eran señalados por el dedo acusador como una alianza mortal contra la que no se pudo hacer nada. Ese mismo dedo, había permanecido años quieto, acomodado, dedicado a otras prioridades de mayor repercusión mediática, sin prestarle a él ni a los otros miembros de la cada vez más reducida familia de los árboles monumentales, la más mínima atención, sin voluntad o capacidad alguna de prever ni de anticipar nada. Entre todos lo mataron y el sólo se murió.

Subió hacia Potrillos atravesando riachuelos improvisados creados por las últimas lluvias. Arriba volvió el viento, que arreciaba todavía más en el Castell de Serra. Buscó un poco de calma en L’Ombria, donde un grupo de petirrojos iba y venía revoloteando con descaro alrededor de la fuente solo interrumpidos por la llegada de un mirlo que parecía querer poner algo de orden en aquel recreo.

La vida sigue.