24 de octubre de 2014

Acariciando la no ficción: El hombre de la Sierra Calderona


 

- ¿Sabéis de qué especie es el árbol de la Gota?....Creo que es un álamo temblón…

Al leer El hombre de la Sierra Calderona, comprendió porqué Pedro lanzó esa pregunta al aire, sin venir a cuento en la conversación, mantenida a cuatro bandas, en el cada vez más habitual punto de encuentro de la Font del Berro.

Fue mientras leía la novela cuando su mente reconstruyó aquella escena en el Berro. Recordó a Pedro como dirigía su mirada hacia la caseta que apenas se divisaba desde donde se encontraba

Allí es donde sucede todo.

Entonces entendió que esa novela, su novela, escrita en unos pocos meses, llevaba mucho más tiempo gestándose en su interior. Quizá tanto tiempo como llevaba recorriendo estas montañas, o quizá mucho más, quizás empezó a hacerlo cuando de niño pasaba los veranos en el chalet y comenzaba a descubrir la naturaleza, como le pasó a Julio cuando acompañaba a regar a su padre.

De nuevo, como le ocurrió con El verano de los perros flacos, se imaginaba una película. Quizás mucho más con esta. Las escenas perfectamente estructuradas, los capítulos funcionando casi como microrrelatos, el enorme flashback, el ritmo vivo. Imaginaba a la manada con cámaras subjetivas a ras de suelo que permitieran captar el miedo de Moset a la camisa de la culebra, el roce de los matorrales en el cuerpo de los podencos cuando perseguían un conejo o la velocidad de Nati al correr la liebre en La Morruda.

Mientras leía podía sentirle el pulso, la vida. Sentir la montaña, la única protagonista mostrando sus múltiples caras, mientras el resto de rostros, humanos y animales, estaban premeditadamente difuminados, carentes de rasgos y descripciones. Esto le obligaba casi sin quererlo a poner cara a cada personaje. A veces Julio era él mismo, otras le gustaba verse como el ciclista que se para a contemplar a Moby Dick, deteniéndose a observar lombrices gigantes o sintiendo entre sus dedos los pelillos del largo tallo de las amapolas moradas que emergían entre las altas gramíneas en la pista de Potrillos. Pero la mayoría de ocasiones Julio era Pedro, oía su voz gritando monosílabos a los perros, veía su cara emergiendo del barro rojo tras la barrancada en la Vigueta, tomando el café tocado de la Oroley, persiguiendo al quad por Tristán o inhalando los aromas de las plantas aromáticas mientras se desangraba con la femoral perforada por el jabalí en el Berro.

Pero si algo rezumaba el libro era gratitud. Cada párrafo evidenciaba el motivo de su escritura, percibía en cada línea la intención de devolver algo de todo lo recibido durante años pasados y de todo lo que resta por recibir en tiempos futuros. La forma elegida, aunque al final no dejaba de ser el vehículo con el que quieres llegar, el empaquetado del regalo, resulta especialmente acertada: Un relato de ficción gestado desde las experiencias vividas, y no vividas, de un hombre con su lugar de refugio, de acogida, de consuelo y, cómo no, de aprendizaje. Una persona que siempre ha buscado, a su manera, la comunión con este entorno que da y quita con tanta facilidad como nobleza y que ha quedado hechizado por su sencillez y por su pureza.

20 de octubre de 2014

Canibalismo digital


Saturno devorando a sus hijos. Lo digital adueñándose de todo hasta adquirir garantía de verdad absoluta e indiscutible. Las pantallas como único recurso y motor de la existencia humana.

Sólo hay que levantar la vista para descubrir que la verdadera belleza está a un paso y la podemos tocar.

16 de octubre de 2014

14 de octubre de 2014

Historias corrientes



Subía a ritmo alegre por el Portixol, casi sorprendiéndose, a pesar de los años que llevaba pedaleando, de la capacidad de progreso físico que otorga la bicicleta. De pronto, al tomar el giro a derechas para afrontar la última rampa, tuvo que frenar en seco, bloqueando la rueda delantera para evitar chocar con un Passat familiar que estaba allí parado. Cuando alzó la vista, atónito, comprobó que seis ojos infantiles le observaban con indiferencia desde el interior de la ranchera. Al intentar adelantar al coche por su izquierda fue cuando se dio cuenta de la cola de vehículos que se perdía hasta el final de la subida. Realmente eran dos filas de coches en paralelo que nunca imaginó que cupieran en ese pequeño y relativamente estrecho desfiladero excavado en la montaña.

 - ¡Eh usted!, por favor no se pare en esa fila, ocupe la de bicicletas.

     Al girarse vio a Mordecai con un chaleco amarillo reflectante, dirigiéndole una mirada entre inquisitoria y rutinaria y, por una inexplicable razón, no opuso resistencia ni verbal ni física y se dirigió hacia el carril indicado para las bicicletas.

Entonces empezó a oír la música procedente de las radios de los vehículos, los motores acelerando y el chillido de los discos de freno. Sin dejar de pedalear pasó por debajo del panel electrónico que se elevaba como un puente negro sobre la pista que ya no era roja y polvorienta sino que estaba finamente asfaltada con los carriles dibujados en un amarillo impecable. El panel era de esos con rótulos que cada 30 segundos eran desplazados lateralmente por otros con información más actual.

---Bienvenido al Parque acuático de la Gota---31°C---67% de ocupación---elija su carril y no lo abandone---Tengan sus pases preparados---

Absorto leyendo el luminoso, su rueda delantera chocó con la barra de hierro del torno peaje. En el lado izquierdo se alzaba una cabina de cristal y material prefabricado aparentemente vacía.

  Laborables: ciclistas gratis. Puede pasar caballero. Que disfrute.

Levantó su cabeza hacia la mampara acristalada y vio a Rigby, dedicándole una sonrisa forzada. Estaba sentado en una silla de oficinista con el tapizado azul, de esas con 4 ruedecillas y respaldo abatible, completamente desnudo como siempre con una gorra de beisbol agujereada como única vestimenta. El torno giró automáticamente dejándole el paso libre. Ya arriba, en el falso llano, los carriles pintados se reordenaban y los ciclistas eran dirigidos a su derecha por el clásico carril rojo. Aceleró intentando huir de aquello, respirando una aroma a bronceador mientras adelantaba monovolúmenes cargados de flotadores y neveras portátiles.

La pista era ahora una carretera en toda regla, ensanchada, asfaltada, con arcén y carril bici. Cada 200 metros había carteles informativos como el que se encontró al final del Portixol.

---Motocicletas y turismos: Parking C---26% plazas libres---Monovolúmenes y caravanas: Parking A---59% plazas libres---No olvide pagar antes de retirar su vehículo---

Llegó al cruce de la pista que subía por detrás a La Abella. Para entonces pedaleaba con todas sus fuerzas por aquel carril que le parecía tan real como imposible. Su intención no era otra que escapar de aquello, salir de ese decorado trumaniano, borrarse de esa película en el que no era más que un accidente, un extraño.

Conforme iba avanzando hacia La Gota sólo veía coches aparcados en doble fila en el lateral izquierdo. Las contadas casitas que existían en ese margen del camino habían mutado a tiendas abigarradas de todo tipo de productos para el disfrute acuático, comida preparada, bedidas, helados y chucherías varias.

Seguía adelantando vehículos a ritmo vertiginoso, ya que estos apenas se movían unos metros para volver a pararse. De repente frenó en seco…el carril bici terminaba en una barrera levantada con una lector de entradas. Levantó la vista hacia el enésimo panel informativo.

--- Laborables: ciclistas gratis. Por favor, no se detenga. ---

Como un autómata hizo caso al luminoso y avanzó a ritmo cansino extasiado por lo que veía.
El carril, ahora de color verde y de material muy rugoso, se ensanchaba y, al mismo tiempo, se elevaba formando un puente sostenido por gruesos pilares de hormigón.

Cambió al plato pequeño para afrontar la subida mientras justo debajo quedaba la fuente de La Gota de donde salía una tubería que transportaba el agua hacia la montaña situada justo enfrente. De las placas de rodeno, surgían dos enormes altavoces que inundaban de música toda la zona, ahogando los gritos de júbilo del gentío. El álamo había desaparecido. De la montaña surgían varios tubos de colores, cerrados en parte de su recorrido y toboganes, más anchos y totalmente abiertos, por los que, a ritmo de silbato, se deslizaba una continua jauría humana. El circuito era alimentado con dos grandes torres metálicas con escaleras de caracol por las que subía un flujo continuo de bañistas. La pequeña presa se había ensanchado y había ganado altura. Por ella discurría un enjambre de flotadores amarillos con gente arriba y abajo, chocando entre sí. En la parte final había una gran piscina donde Skips y Musculitos recogían los flotadores para dárselos a sus nuevos y temporales dueños. 

Una vez en la parte más alta del carril, engranó el plato mediano y volvió a pedalear con fuerza. El puente desembocaba de nuevo en la antigua pista ahora mucho más ancha pero de tierra…los tacos de sus ruedas se clavaron en ella como abrazándola. Desde allí casi no se oía el gentío. La música era un pequeño rumor que se confundía con el bendito sonido choque del neumático con las piedras. Giró a izquierdas buscando El Berro. Todo volvía a ser como antes.

Por un instante dudó…pensó en volver atrás, en dejarse claro que todo esto sólo existía en su imaginación…pero no lo hizo. Continuó hasta la fuente y se sentó como tantas veces en la piedra, al lado de la llave de paso. Tan sólo las ramas movidas por el viento le impedían escuchar el silencio. Respiró aliviado. Todo era como siempre.

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Dos ciclistas subían por el mismo camino que él acabada de recorrer. Sus voces se hacían cada vez más diáfanas y fuerte.

- Bon día.
- Bon día.
-  Como han dejado la pista al pasar el Portixol. Está de lujo. Parece una autopista.
-  Todo llegará…

1 de octubre de 2014

Preticor


Asciende por la pista de tierra húmeda aunque todavía compacta del Campillo, inhalando un aire rebosante de humedad. De nuevo ese olor, casi olvidado, se eleva y estalla en su mente como una carcasa de infinitos matices. En Tristán el cielo no aguanta más. Al principio caen las primeras gotas como tímidamente, como una avanzadilla de exploradores que son engullidos bajo una tierra reseca, ávida del líquido elemento. Una tierra desafiante que pide más, que necesita mucho más. Cielo y tierra, gris y rojo, siempre unidos como siameses, siempre dándose y quitándose, siempre condenados a entenderse.

Comienza el descenso hacia la Masía de Ferrer y la lluvia es intensa. El casco, que magnifica el sonido del choque de las gotas haciendo de caja de resonancia, se une a los múltiples impactos con el chubasquero regalándole con una sinfonía a modo de mascletá acuática, fresca e inofensiva.

Giro a izquierdas dirección Gátova. La pista vuelve a mirar al cielo, que sigue plantando batalla. Entonces vuelve a percibir mucho más intensamente la famosa geosmina, el aroma de la tierra, mezclado con los extractos vegetales acumulados en la superficie de las rocas durante la temporada seca, los terpenos emitidos por las esporas de la bacteria Streptomyces coelicor cuando se hidratan con la lluvia, las trazas de romero, tomillo y la gran variedad de aromáticas, la resina de los pinos, todo parece combinado con una perfección y dosificación exquisitas por el mejor perfumista, todo un abanico de esencias ofrecidas por el alambique más natural posible.

Desciende por el asfalto que todo lo oculta, deja atrás Marines totalmente empapado. Poco importa. Las gafas acumulan gotitas a modo de omatidios que se desplazan como amebas con sus seudópodos hacia los bordes de un abismo negro en cuyo fondo se fusionan con otras hermanas, idénticas e indistinguibles. Intercambia una sonrisa espontánea y natural con los ciclistas de carretera que suben a ritmo cansino desde Olocau, convertidos en cómplices de su pequeña travesura otoñal sobre dos ruedas.