28 de octubre de 2010

Divina señal


Su primera reacción fue de sorpresa. No podía creer lo que le estaba pasando. Había engarzado la última curva a derechas por el interior, sabedor que recortaría metros a base de multiplicar esfuerzo. Instantes antes había girado la cabeza contemplando las neblinas que cubrían el barranco de la Vigueta, impidiéndole ver la serpenteante pista en constante ascenso hacia Tristán. La presión intermitente en su pecho apareció traidora, repentina, sin aviso. Su intento de ignorarla fracasó a las primeras de cambio y no tuvo otra que poner pie a tierra para intentar normalizar sus pulsaciones. La sorpresa e incredulidad iníciales dieron paso a cierto temor ante la novedosa respuesta de su organismo a los esfuerzos prolongados. “El primer aviso”, masculló mientras depositaba su herramienta en el rodeno. Apoyado en uno de los muchos pinos inclinados y todavía raquíticos que tuvieron la desgracia de nacer en plena pendiente, pudo observar en un silencio, tan solo roto por su entrecortada respiración, el barranco envuelto en brumas, tranquilo, camaleónico, casi mágico, y, se sintió extraño, sintió que formaba parte de aquello, integrado, absorbido por la montaña, en auténtica armonía con ella; y, por un instante, casi agradeciendo el dolor en su pecho,  el más agnóstico de los agnósticos no pudo evitar pensar en señales y avisos divinos.

21 de octubre de 2010

Contrastes

La urbe provocaba en él sentimientos encontrados. Por una parte disfrutaba caminando por sus calles observando furtivamente a los viandantes absortos en sus mundos cerrados e inaccesibles. Se deleitaba visitando sus comercios predilectos y completando recorridos perfectamente diseñados en su mente metro a metro, adoquín a adoquín. La urbe le permitía ser anónimo en un mundo de seres anónimos. Se encontraba extrañamente a gusto en un lugar donde la proximidad física se traduce en distanciamiento, en despreocupación. Se manejaba a la perfección en esa selva donde nadie conoce a nadie ni hace intención por conocerlo. Pero, por otra parte, detestaba internarse en ella. Con el paso de los años era una actitud que se había acentuado. Él mismo lo apercibía. Su estado de ánimo cambiaba radicalmente por el mero hecho de tener que conducir hasta el centro. En su interior se generaba una incertidumbre que lo transformaba. Sus poros rezumaban agresividad. Se sorprendía a sí mismo soltando improperios a los conductores vecinos o a los peatones que no respetaban sus zonas de paso. Odiaba sus sonidos estridentes y sorpresivos y, sobre todo odiaba su olor a rancio, a cloaca, a decorado brillante incapaz de disimular su constante putrefacción. Detestaba sus gentes rudas, indiferentes, permanentemente presurosas. Mientras que era capaz de perderse por las montañas con una total confianza,  en la ciudad se sentía huidizo a veces incluso hasta perseguido, casi siempre frágil e indefenso.

13 de octubre de 2010

Amputación periódica



Como cada año contemplaba impotente otra de las acciones del ser superior en su intento por domesticar la naturaleza. El antropocentrismo llevado al extremo. La paradoja de inutilizar la utilidad, de dinamitar tus propios objetivos y fines.
Las brigadas se afanaban armados hasta los dientes con todo tipo de útiles manuales y motorizados. El rigor es arrollado por la arbitrariedad y las prisas. No hay fin ni motivo aparente. La incongruencia de la acción es tal que anula el fin por el cual se realizó. Las podas indiscriminadas se cobijan en el peligro para los viandantes, en la visibilidad, en la higiene de las calles…argumentos que se derrumban en la gran mayoría de los casos y más, en ejemplares plantados para dar sombra y disfrute visual al peatón. Trazos de humanismo en el duro asfalto emborronados por el sonido de las motosierras.

7 de octubre de 2010

Olor a verano


A partir del mediodía el calor y la ausencia de actividad potenciaban el ambiente soporífero que invadía cada minuto en el puesto de trabajo. El silencio sólo roto por el rumor del paso de los vehículos por la carretera próxima, aumentaba la sensación –siempre patente- de aislamiento físico.
Como era habitual cuando había viaje pasaba de un período frenético al ostracismo más absoluto. De las inevitables y absurdas peticiones de última hora se pasaba a el listado manuscrito de tareas semanales, a cada cual más incoherente. La calma se apoderaba de él aunque sabía que, como un catarro, pasaría y retornaría el histerismo caprichoso que tan bien conocía. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la planificación de objetivos, a la preparación de estrategias, al calendario anual. Nunca existió nada de esto. Durante los primeros meses luchó, resistiéndose a caer en el ritmo impuesto por una dirección caprichosa y sin sentido alguno. Ahora, simplemente se dejaba llevar.
Recordaba cuando de pequeño esperaba las olas en la playa y, durante escasos segundos, era transportado hacia la orilla. Y como sonreía durante esos instantes en los perdía ligeramente el control de su cuerpo y era el mar el que lo asumía. Ahora el mar está en calma. Él simplemente se dedicaba a extender los brazos y las piernas a adoptar cierta rigidez en su cuerpo para permitirle flotar en horizontal. Se hacía el muerto. Se dejaba llevar.