26 de abril de 2012

25 años, 5 meses y 10 días



A esa hora de la tarde el Gulliver bullía de actividad, asemejándose a la entrada de un hormiguero en verano con el ordenado ajetreo anárquico de las hormigas obreras entrando y saliendo por sus múltiples orificios.

- Otra vez… Otra vez…
- Pero si acabas de tirarte por el verde este tan empinado…espérate un poquito y nos volvemos a tirar por el grande.
- ¡Otra vez papá!
- Vaaale, vamos para arriba.
 ...

Muchas veces cuando se acostaba y su cabeza tenía tiempo para pensar se daba cuenta que apenas habían intercambiado cuatro frases rutinarias. Se decía a sí mismo que todo esto era normal, que entre los trabajos, las enanas, las idas y venidas y los kilómetros diarios, no daban para más. Que era lógico que en sus conversaciones no fueran más allá de los últimos síntomas víricos de la pequeña, de a ver quien recoge a la mayor o de por qué nos han cobrado tanto de luz este mes. 

Cuando disponían de un rato lo aprovechaban en irse los cuatro y disfrutaban viendo disfrutar a sus hijas casi más que ellas mismas. Al final llegaba a la conclusión de que no estaban más que en otra etapa de su vida, otra fase distinta a la anterior por la que se pasa y por la que habían decidido pasar y que además, lo estaban haciendo gustosamente. Sabía que ninguno de los dos cambiaría eso por nada ni, por supuesto, por volver atrás, a la libertad, a disponer de tiempo para los dos, a poder viajar y hacer todas esas cosas que, a veces cuando las recordaban, les sonaban demasiado lejanas. Sabía eso de ella y sabía que seguía ahí a su lado, tan directa como siempre, tan expresiva como transparente, tan locuaz como sincera. Le había tocado ser la auténtica sufridora de sus manías y sus decisiones, muchas veces egoístas y atropelladas. Siempre estaba ahí, esperando gestos y palabras no por innecesarios, agradecidos. Gestos y palabras unidireccionales, sólo tenían billete de ida. A estas alturas ella conocía perfectamente su incapacidad innata para expresar sus sentimientos que parecían perderse como atrapados en el laberinto de pasillos interminables de su mente. Eso no impedía que siempre estuviera ahí, un día tras otro, sin un pero, sin reclamar nada a cambio. Siempre dando tanto para recibir tan poco.

19 de abril de 2012

Impronta


1. Reproducción de imágenes en hueco o de relieve, en cualquier materia blanda o dúctil, como papel humedecido, cera, lacre, escayola, etc.
2. Marca o huella que, en el orden moral, deja una cosa en otra.
3. Biol. Proceso de aprendizaje que tiene lugar en los animales jóvenes durante un corto período de receptividad, del que resulta una forma estereotipada de reacción frente a un modelo, que puede ser otro ser vivo o un juguete mecánico.

Empujado por el entusiasmo de la inexperiencia y por un nerviosismo fruto del desconocimiento absoluto del terreno, ascendió a buen ritmo por la subida de la Cartuja. Como siempre, le gustaba ir cerrando el grupo siempre comandado por Paco, del que si algo podía asegurar es que conocía mejor la Sierra que el pasillo de su casa. Los ojos abiertos como platos. Sin tiempo ni ganas de darse cuenta del dolor de piernas que iba acumulando. Alcanzaron por fin lo que parecía el final de la ascensión para llanear durante un trecho y oxigenar un poco los músculos. Su cabeza giraba continuamente de un lado a otro de la rojiza pista, encontrando con la mirada una auténtica red de caminos, cruces, senderos y monte. Sólo monte. Aquello le parecía un pequeño paraíso terrenal, virgen e inexplorado. Giraron a izquierdas dejando a su derecha una fuente y, de nuevo pista arriba, sin descanso. Se acopló a la última rueda e intento aguantar todo lo posible echando el resto ante los primeros síntomas de desfallecimiento. Tras unos kilómetros eternos llegaron al que sería el punto de retorno de la ruta, aunque él sólo veía otra fuente más donde dar cuenta de sus escasas provisiones. Paco, hombre de pocas palabras, sintió en esos momentos la necesidad de pronunciar algunas: “ahora todo para abajo y con cuidado”. Tras un breve llaneo comenzaba una pista en fuerte descenso con unas zetas iniciales que desembocaban en un barranco donde la pista mutaría y se convertiría en un sendero ancho repleto de piedras de rodeno de todos los tamaños y formas. Las vainas planas y sobredimensionadas del triángulo trasero de su Cannondale le repelían del sillín en cada piedra, mientras que su cara se acercaba peligrosamente a la cubierta delantera “gracias” a una posición más propia de la carretera propiciada por una potencia invertida de 130mm. Los dedos se le entumecían forzando las manetas de los Dia-Compe mientras que, por debajo, la horquilla rígida Pepperoni de aluminio transmitía la mínima irregularidad del terreno hasta el último músculo de su cuello. De vez en cuando se aproximaban demasiado y, al reaccionar casi de oídas al los frenazos de sus predecesores, llegaban a tocarse las ruedas. En ocasiones, ante el grito sabio del guía, tocaba desmontar y patear para sortear zonas que, en aquellos momentos, consideraba totalmente inciclables. Finalmente llegaron a otra zona de llano donde la palabra pista recuperó su significado totalmente y se dejó llevar relajado por la descarga de adrenalina.


¡¡Otra vez!!...Furioso consigo mismo gritó en voz alta, emitió algún que otro improperio vejatorio hacia su persona. La tenía grabada. Marcada a fuego. Eran sólo dos pequeños tramos pero siempre se le resistían. Llevaban 20 años haciéndolo y hoy no iba a ser menos. Si piensas que no vas a pasar no pasarás se repetía a sí mismo.

La pista del barranco de La Vigueta seguía atragantándosele. Aguantaba ahí, imperturbable, quizás no con la dureza de antaño, de aquella primera vez cuando bajando pensaba que era inexpugnable. Ahora se había suavizado, pero aún así resistía, orgullosa, numantina, espartana.

Dejó la bici a un lado y aprovechó el parón para hacer unas fotos que, sabía nunca reflejarían su dureza. Lobo con piel de cordero. Contempló de nuevo esa visión tantas veces vista. Se deleitó de nuevo con sus colores rojizos, verdes, grises y azulados combinados en una imagen impagable, silenciosa y serena. Siempre protegido del viento que hoy soplaba frío y con fuerza.

Se imaginaba en un futuro no muy lejano como ahora mismo, haciendo lo mismo, empujando la bici rendido y agradecido a la montaña pero disfrutando igual o más que hace 20 años cuando la huella de la montaña quedó grabada para siempre.

12 de abril de 2012

Miedo


Bruno llegó en su noveno o décimo  cumpleaños con su jaula en forma de casita y pronto se convirtió en un elemento más de la decoración del comedor. A veces pasaba tardes enteras mirándolo. Realmente parecía que se vigilaban mutuamente en un cruce de miradas niño-pájaro típico de un spaguetti western de Leone casi compitiendo a ver quien desviaba antes la vista. Como anticipando futuros estudios etológicos, solía dejar abierta la puertecilla de la jaula durante horas, pero el periquito nunca se atrevía a salir de su metálico y claustrofóbico hogar. No conseguía comprender que, siendo el vuelo la cualidad principal de un pájaro, este no tuviera ningún interés por ello. Incluso alguna vez optó por cogerlo suavemente y sacarlo al mundo exterior pero, nada más soltarlo volvía raudo a la seguridad de su cubículo dorado.
El animal disfrutaba de todos los cuidados que se le pueden dispensar a estas pobres aves e incluso cuando pasaron unos años se le concedió la compañía de una hembra con la compartiría una nueva jaula más grande, acorde al aumento de la familia. De vez en cuando repetía el gesto de dejar la puerta abierta y a veces cuando volvía al comedor veía a la hembra chocando contra el cristal de la ventana mientras que Bruno se mantenía impasible en su jaula.
Ante tal comportamiento, su mente infantil llegó a la conclusión de que el animal se sentía tan a gusto en su jaula que no necesitaba salir para nada en absoluto. Se preguntaba qué pasaría por la pequeña mente del ave cuando miraba de aquella manera a los que durante años ejercían de dioses benefactores aportándole todo lo necesario para la subsistencia e incluso más. Comprendió que la comodidad y, sobre todo, el miedo habían ganado la batalla a la libertad. Por supuesto Bruno murió en su jaula y, él decidió en ese momento no tener más pájaros ni más jaulas.
Conducía cansinamente camino del trabajo, desayunándose con los recortes en las “intocables” Sanidad y Educación, con la prima por las nubes y las expectativas por los suelos. De nuevo se repetía a sí mismo la misma cantinela de los últimos años. Podía dar gracias, estar contento. Tenía trabajo. Podía pagar religiosamente una casa que no sería suya, con un poco de suerte, hasta dentro de 15 años. Podía llenar el depósito con ese líquido a precio de Ribera del Duero y, de momento, aunque haciendo filigranas, podían mantenerse a flote. Pensaba de nuevo en todo esto, medio abstraído al volante y por un momento se acordó de Bruno, ese pájaro acomodado y miedoso que no quería volar.

5 de abril de 2012

Ciclomontañismo de pacotilla (III): Castillo de Olocau

Últimamente tenía la sensación de que todo iba en su contra. Como su tuviera que luchar más si cabe contra todo. Recordaba cuando, de pequeño, en una de sus pesadillas recurrentes, se levantaba de la cama e intentaba cruzar el kilométrico pasillo de su casa, convertido en una pista minada de obstáculos, a cada cual más absurdo, que se lo impedían, no sentía dolor alguno, tan solo impotencia. La misma impotencia que sentía ahora, la impotencia del que sólo encuentra incomprensión. Del que tiene la necesidad de justificar cada uno de los minutos de las escuálidas tres horas semanales que dedica a su afición, a su válvula de escape.
Cuando conseguía atravesar el pasillo salía a la calle, desierta, e intentaba correr, pero sus piernas no le respondían, el máximo esfuerzo suponía un mínimo avance que resultaba baldío para evitar el imaginario mal que le acechaba. Al final caía al suelo y despertaba.
En su casa ya no hay pasillo, pero esto no le evita tener que luchar durante la semana contra muchas cosas para lograr una victoria pírrica siempre aderezada con el regusto amargo de la culpabilidad.
Sus salidas semanales se habían convertido en un tour de force contra demasiadas cosas. Luchaba contra un ejército de problemas físicos, mecánicos, horarios, familia, reproches, explicaciones, silencios y malas caras. Hasta ahora había conseguido vencer, salirse con la suya y cada ruta dominical por corta y sencilla que fuera era para él una victoria. Pero sentía como poco a poco la balanza comenzaba a inclinarse inexorablemente hacia el lado fácil, hacia el lado cómodo. Por eso decidió cambiar de estrategia. Luchar contra los elementos buscando nuevos retos, nuevas rutas que alimentaran su ilusión, que renovaran su motivación.
Esta vez no le importó esperar una semana más para ejecutar ese segundo servicio y lograr la cumbre. Vencido por el tiempo y por los pinchazos prometió volver a la semana siguiente y tocar esos muros que, de momento, sólo podía ver desde abajo. Ahora, por fin desde la cumbre sonrío satisfecho al comprobar cómo, efectivamente, esos muros se mantienen “a plomo y escuadra” sobre los cortados.