30 de septiembre de 2010

Bautismo rojo



Había realizado ese mismo recorrido decenas de veces. Ahora, cuando se encontraba a escasos kilómetros, lo podía seguir en su mente. Curva a curva, repecho a repecho, trazada a trazada. Pese a la fisonomía cambiante de los caminos parecía como si ayer mismo hubiera pasado por allí. Al girar aquella curva a izquierdas en ligero descenso sabía que le esperaba una vaguada pedregosa y que, ahora más que nunca, debía hilar fino. Todavía nos estamos conociendo pensó. Casi siempre hablaba con sus bicicletas, a menudo –demasiado a menudo- las únicas compañeras de sus aventuras dominicales.
La escasa continuidad de sus salidas le obligó a otra infidelidad, abandonó la nobleza por el nervio y aún estaba en fase de doma. De hecho quizá hoy era el verdadero primer paso de la iniciación.  Atravesó el pequeño pedregal con una solvencia que le dejó algo asombrado. Esta vez no le habían vendido un lobo con piel de cordero. Ahora no había máscara. Su suspensión delantera le separaban escasos 8cm. de las piedras mientras que la trasera no llegaba ni a eso. Tuvo que escarbar en su pasado más claro volviendo a asumir los gestos de conducción de su amada Zaskar -ahora en tan buenas manos como las suyas-. La subida era igualmente pedregosa y su inclinación igual a la bajada. El desviador se quejó del esfuerzo repentino pero engranó a mala gana el plato pequeño. Con altas dosis de funambulismo y algo de suerte superó el escollo con la primera sonrisa del día en la cara. Sabía que era el último obstáculo antes de comenzar. El ancho sendero curveaba haciendo eses visibles desde su posición, como si quisiera alargar la entrada en la pista principal. Todo empezaba tras un giro cerrado a la izquierda. Bueno ya estamos, volvió a mascullar, esta vez en voz alta. La ancha pista, transitada cientos de veces, ascendía lentamente pero sin apenas descanso hasta los pies del Portixol. La recta inicial le obligó a volver a su querido molinillo y así sería hasta arriba. La experiencia junto con altas dosis de paciencia hizo el resto. Se premió el ascenso de la última rampa con un sorbo de agua todavía fría. La primera parte de la ceremonia estaba superada con éxito.
La pista, polvorienta en exceso, ascendía lentamente en la zona de recuperación hasta la Font de la Gota. Su ritmo, claramente conservador, se debía por una parte al conocimiento de lo que le esperaba pero, por otra, también al sufrimiento de sus piernas con el cambio de ritmo respecto a las previas salidas llaneadoras. En este tramo es superado por varios ciclistas. Nunca sintió la sensación de pique tan común en este deporte y mucho menos ahora. A llegar a la zona de umbría de la Gota, se percata que la fuente está tomada por un grupo bastante heterogéneo pero que parece que no llegarán a más. Entre ellos se siente claramente fuera de lugar. Su Gota siempre lo esperaba sola, fresquita y seca a la vez y ahora se la encuentra abarrotada y, casi milagrosamente, con agua. Permaneció lo justo para recuperar el resuello, sabedor de la complicación de la próxima rampa. A la gran pendiente se le une un piso descarnado y pedregoso, abarrotado de lajas de rodeno, con escasa tracción, en el que sabía que mantener el equilibrio es vital a la vez que no podía permitirse dejar de pedalear ya que eso le obligaría a echar pié a tierra condenándole a subir andando. Nada de esto pasó. La fatty permite cambios de dirección mucho más precisos y, a pesar del manillar plano, la posición sobre la bicicleta es bastante erguida. Superadas las curvas iniciales sabía que el último repecho es la antesala de la Font del Berro. Tras el segundo descanso, este mucho más largo y reparador, aderezado por el agua fresquísima de la fuente, prosiguió hacia el cruce de caminos, el punto más alto de su ruta iniciática. En la última rampa se exige al 100%, sabedor de que está quemando sus últimos cartuchos en la subida. El sabor metálico en su boca le recordó tiempos pasados. Salidas maratonianas cubiertas a golpe de riñón. Sin perspectiva. Desgastando energías en cada subida sin pensar en la siguiente. Esta vez no pasó eso. Probablemente no pasará nunca más. Sin solución de continuidad la bajada es rápida y nerviosa eligió la seguridad de la autopista a contundencia de la bajada de la Cartuja, demasiado rota y excesivamente brusca en la pendiente. De nuevo prevaleció la moderación. Como sabía de antemano este es el único punto donde añoraría a su ex. Los descensos rápidos y rotos, con regueros y mucha piedra suelta son incompatibles con las softail escaladoras y de manillar plano. O por lo menos lo son si vas a más de 30Km/hora. De nuevo recordó su rígida. Ante la ausencia de suspensiones con mayor recorrido el trabajo recae en los antebrazos y piernas. Se trata de amortiguar al máximo sin cargar excesivamente el peso en la rueda delantera, lo que podría provocar más de un susto en forma de derrapaje. La autopista le permitía ir deprisa, aunque menos de lo esperado, pues el carril que se forma es único y a veces está ocupado por la gente que asciende, obligando a cambios de trayectoria peligrosos. Pese a que los frenos ya estaban completamente rodados, los antebrazos y los dedos se resienten de la tensión prolongada. Finalmente desembocaba en la pista principal que anuncia el fin del bucle. De allí al amplio sendero que lo llevaba de nuevo a casa tan sólo había un pequeño tramo de ascenso que realiza con la alegría del deber cumplido. Al acabarlo y volver a pisar tierra amarilla se da cuenta de que el rito iniciático se ha cumplido de nuevo. Desmonta deja caer la bicicleta al suelo observándola fijamente de la misma manera que el día que la vio por primera vez en la tienda. El aluminio pulido había sido reemplazado por el polvo rojizo típico del rodeno de la zona que embadurnaba ruedas, tubos diagonal y vertical, transmisión y pinzas de freno. Sonrió de nuevo. Otro bautismo rojo.

23 de septiembre de 2010

Desgaste


El embrague del Toyota chirriaba cada vez que cambiaba de marcha. Si todo seguía igual pronto alcanzaría los 200.000Km y ahí estaba, quejándose pero aguantando. Echándoselo todo a sus cada vez más anchas espaldas. La amarga monotonía de la enésima repetición del trayecto no le daba concesiones, ni siquiera una pequeña anécdota que destacar. En las casi 1200 idas y venidas sólo desgaste. Curvas aprendidas a base de rutina. Movimientos mecanizados del volante e intermitentes sincronizados como en la mejor de las coreografías eran su única compañía. Ahora solo aspiraba a llegar sin complicaciones. No buscaba más. Eso era suficiente, por lo menos suficiente para comenzar de nuevo al día siguiente. Cada día un poco más convencido de su condición.
Nunca le gustó arriesgar, nunca buscó rutas alternativas. ¿Para qué? Al final se convertirían en pura monotonía disfrazada de seguridad. Siempre se decía a sí mismo que lo mejor es tomar el camino conocido. El atasco conocido siempre parece menos atasco. Cada día se arropaba con la seguridad de la rutina que lo convertía poco a poco en un autista voluntario. La constante repetición del vacío más absoluto combinada con la absurda postura del que se cree poseedor de la verdad absoluta es capaz de acabar con la ilusión del más ferviente idealista y de mostrar la cruda realidad al más ignorante. Pero todo se acaba. La gota de agua al final siempre agujerea la piedra.
Cuando levantaba la cabeza siempre veía la misma pared ocre, vulgar, colonizada por arácnidos igualmente solos en su inframundo de seda, haciendo de su soledad su existencia. Al final todos son supervivientes. Por que parece que todo se reduce a sobrevivir aunque sea un día más. Al final se enfrentaba de nuevo a la misma rutina. El mismo proceso mecanizado que le hacía girar la cabeza a la izquierda al cruzar el puente para leer el luminoso que indicaba lo mismo que los 1199 viajes anteriores: Retención. Mantenga la distancia de seguridad. Sabía que los cambios de marcha se multiplicarían en esa corta distancia que siempre le suponía la mitad de tiempo de la ruta. El embrague volvería a quejarse pero de nuevo aguantaría.

16 de septiembre de 2010

La ansiedad del replicante

Siempre pensó que el tópico ese de los 40 no era más que eso, un tópico. Escuchaba con cierta suficiencia los comentarios inquietos de conocidos respecto a la vida pasada y, sobre todo, a la vida futura. Sabedores de que la balanza entre el tiempo vivido –bien o mal- y el que queda por gastar, está tan sólo un suspiro en equilibrio para desnivelarse definitiva e irremediablemente hacia la cuesta abajo de su existencia.
De repente, un día esa indiferencia fue sustituida por una discreta pero constante ansiedad. Tras sobrepasar los 40 se apercibió de que, casi todos los días tenía en su pensamiento la palabra maldita: tiempo. De pronto todo empezó a girar en torno al mejor aprovechamiento del reloj. Sus días transcurrían inquietos en el trabajo, como gato encerrado y frenéticos en su tiempo libre. Su planificación era excelente y, mientras cumplía sus objetivos la tranquilidad volvía a su interior al menos hasta la jornada siguiente. Sin embargo, cuando por algún motivo, le era imposible realizar todas las tareas programadas, le invadía una constante desazón que le perseguía hasta su lecho y le impedía conciliar el sueño. Durante esas noches de vigilia se repetía una y otra vez la idea tan fantástica como utópica de dejar que la vida fluya y disfrutar del paisaje, de olvidarse de las metas y del reloj, de disfrutar del instante presente, en una palabra, de vivir. Pero estas ideas eran rápidamente aplastadas, hundidas, reducidas a la nada por sus ansias y sus inquietudes, hasta que, cada noche al acostarse caía rendido en el enésimo cambio de posición pensando en Roy Batty y en cómo aprovechar el tiempo al día siguiente.