29 de diciembre de 2011

De puntillas


26 de diciembre. Conducía hacia el trabajo observando las calles con los minimalistas adornos navideños casi camuflados con los neones de los comercios, echó en falta la ausencia de la típica banda sonora con las martilleantes melodías navideñas, incluso apercibió un cierto ritmo cansino entre los viandantes. Hasta él llegaban sensaciones de moderación, de contención, no ya del consumo –cosa que comprendía perfectamente- sino también de la alegría, de la ilusión que, en muchas ocasiones fugaz y casi siempre banal, suele acompañar a muchas personas en esta época del año. Parecía como si existiera un acuerdo tácito, de no agresión, como si los que de verdad estaban felices no quisieran demostrarlo para no afrentar a los demás. Veía a la gente caminar como siempre a lo suyo sin escuchar la manida coletilla de Felizañoigualmente que otros años se pronunciaba casi automáticamente ante conocidos y extraños.
26 de diciembre, lunes, y aquí estaba trabajando como un lunes cualquiera de una semana cualquiera. El calendario, caprichoso, evitaba los festivos para regocijo de empresarios y pesar de trabajadores y aportaba su granito de arena para que estas navidades pasaran casi de incógnito, de puntillas, como esperando mejores tiempos en un futuro siempre demasiado lejano.

22 de diciembre de 2011

Claroscuros


Esta vez se equivocó.
Pensó que, como siempre, podía ser el remedio temporal que le permitía afrontar los próximos días con mayor optimismo que de costumbre. El salvoconducto que le catapultara a las primeras fechas del año pasando por encima estas semanas de obligaciones festivas y laborales.
Pero la necesidad le cegaba. No veía más allá de sus recuerdos estivales, donde surcaba sus senderos favoritos bajo un amanecer fresco y silencioso, donde recorría las zonas de umbría de la Sierra captando ese frescor de la tierra aún mojada por la última tormenta veraniega.

Tardó poco en despertar del sueño. El viento, frío y cortante, le bloqueaba cada músculo. Trataba de enroscarse entre el cuadro como buscando refugio acurrucándose entre su helada estructura metálica. Siguió adelante, confiado en entrar en calor con el paso de los kilómetros, pero no fue así. Se sentía un extraño en aquellas pistas mil veces transitadas. No parecían los mismos árboles, las mismas casas, las mismas montañas. Su mente entumecida era incapaz de sacudirse esa sensación y organizar al resto del organismo. Trató de plantearse objetivos a corto plazo para ir superándolos como siempre hacía cuando llegaba al límite de sus fuerzas. Pero algo no funcionaba. Se encontró vacío, extenuado, derrotado antes de comenzar la batalla. Afrontó las primeras rampas por mera inercia, entregando sus pocas fuerzas al viento egoísta y acaparador que le mermaba en cada pedalada. El pulgar buscaba instintivamente la añorada corona de 36. Abría la boca casi balbuceando intentando inhalar algo más de oxigeno con el que alimentar sus acomodados pulmones, víctimas del sedentarismo otoñal.

Acuciado como siempre por el reloj, la ansiedad le podía. Se olvidó de todo. Su mente sólo pensaba en acortar, en regresar. El patético conservacionismo. El caracol que se esconde a esperar acontecimientos. Se olvidó del paisaje, de los sonidos de los pájaros. Todo era gris, el cielo, cenizo, la tierra, áspera y apagada. No había colores, ni olores, sólo viento, frio y penumbra. Afrontó la bajada, eterna y gélida, temeroso y cauto como un principiante, con los dedos entumecidos accionando los frenos más de la cuenta. Las piernas seguían pesadillescas, sin responder, aletargadas, como preguntándose por qué les obligaban justamente a trabajar hoy.
El también se lo preguntaba.
Pensó que, otra vez, esos momentos podían ser el remedio, el bálsamo, la medicina milagrosa. Esta vez se equivocó.

15 de diciembre de 2011

Perfección evolutiva

Mantis religiosa (Linnaeus, 1758)

La encontró desubicada, como desorientada, destacando su verdor en la tierra rojiza. Algo aletargada por la baja temperatura o quizás por el esfuerzo de la puesta de la ooteca, su antiguo vigor le había abandonado a su suerte, sin ganas o fuerzas para refugiarse en la vegetación cercana. Al cogerla volvió a deleitarse con su imponente anatomía. Desde la cabeza al abdomen cada una de sus partes diseñadas por y para la depredación. Desde siempre le gustaba observarlas pacientes, miméticas, acechantes, como ensimismadas en su soledad. Admiraba su agilidad y su rapidez pero sobre todo su valentía, su capacidad para atacar todo tipo de presas incluso aquellas mayores en tamaño. En esta ocasión, parecía como si se debatiera entre iniciar una huida decorosa o mantener la batalla, perdida de antemano, ante el humano, inofensivo y curioso, que la observaba con admiración.

9 de diciembre de 2011

Ciclomontañismo de pacotilla (I). La Buitrera


Siempre no fue así. Él también tenía un pasado oscuro. Un pasado cubierto por bajadas pedregosas y senderos de curvas reviradas. Pero sobre todo un pasado de encuentros multitudinarios tanto digitales como reales. Decenas de nicks y avatares de carne y hueso, fundidos con máquinas de todos los materiales, que él sólo había visto en pantallas de ordenador. Grupos de amables gladiadores equipados hasta los dientes pero siempre dispuestos a echar una mano a un desconocido que desde ese momento dejará de serlo.
Subía por la senda de La Buitrera, buscando el punto geodésico visible desde la urbanización. Cada escalón de piedra que tenía que sortear le hacía sorprenderse más de sí mismo. Si, era él. El que un día, siguiendo a otros, se lanzó tumba abierta por la estrecha y empinada senda que ahora subía a duras penas. Recuerda perfectamente que, salvo un escalón inicial, hizo todo el tramo montado, saltando, esquivando piedras, buscando la mejor trazada guiado por su anónimo predecesor. Ahora, carga con la bici al hombro y tiene que buscar una trayectoria alternativa para poder llegar arriba. En la cima un grupo de excursionistas se sorprenden que haya podido llegar con la bici. Les comenta que por supuesto bajar, bajará andando. Siempre no fue así.

1 de diciembre de 2011

El Truman de la Calderona

© 2010 J. Gállego         
http://macroinstantes.blogspot.com

Esta salida no era como la mayoría. Hoy tenía compañía. Luchaba por controlar la inquietud de sentirse maestro por un día y disfrutar del momento de presentarle a su hija a la Sierra. Sabía que era una presentación informal, incompleta y quizás algo engañosa pero prefería no mostrar toda la dureza de la Calderona en las primeras de cambio y mantener un cierto halo de misterio que hiciera mucho más atractivas posteriores excursiones.

Siempre a unos metros por detrás la observaba desenvolverse atrevida encima de la bicicleta. Con las maneras y el atrevimiento que da el no haber sufrido caídas dolorosas, el no haber probado la aspereza de la tierra o la dureza del asfalto erosionando su piel preadolescente. Apretó con fuerza los pedales para culminar aquella pequeña rampa e iniciar un descenso divertido por la pista rojiza y ancha salpicada de charcos reticentes a desaparecer enfrascados en una lucha perdida contra el tibio sol de noviembre. Por un momento agachó la cabeza para concentrarse en el repetitivo ruido de las calas secas por el barro y la perdió de su vista, cuando levantó la mirada se cruzó con él. Mimético. No era la primera vez, ni la segunda. Siempre esquivo en dirección contraria, se lamentaba de su indecisión, de no haberle saludado como corresponde. Esta vez no.
- ¿Cómo que Pedro?
- Si, tú eres Pedro, Bicipalo ¿no?  Hace años encontré tu blog de casualidad buscando cosas de la Calderona y desde entonces me tienes enganchado.
Rota la barrera virtual. Lo único que le sorprendió fue el agudo tono de su voz. El resto lo conocía. Asimilaba con familiaridad sus palabras, sus pensamientos, tantas veces leídos, sintiéndose un afortunado receptor de su entusiasmo al hablar de la Sierra, de sus perros, de sus relatos, de Joa, de Paul, en definitiva de su modo de afrontar la vida. Entusiasmo ya transmitido en cada relato real o ficticio, en cada entrada de su blog, en cada fotografía, pero ahora amplificado por la voz, los gestos y las expresiones de alguien dispuesto a aprovechar cada momento y disfrutar de él. De alguien consciente de la existencia del telón al final del mar, de la farsa, de las cámaras y de los actores del show de la vida pero que no necesita ir más allá para vivirla plenamente, sabedor de que, simplemente se trata de eso, de vivirla.