27 de octubre de 2011

12 de octubre

El día amanecía claro y fresco. Se levantó pronto para salir como siempre al alba, sabedor de que a media mañana se alcanzarían temperaturas estivales. Los vio nada más empezar a pedalear. Filas de coches aparcados con sus remolques repletos de podencos metidos con calzador. Huestes mimetizadas que subían la loma, nerviosas y alborotadas, con la mano en el gatillo, elevando sus niveles de adrenalina conforme oían con mayor intensidad los disparos cercanos. Como siempre demasiado cercanos. Como cada año ignorando las reglas de lo que para unos es un juego, para otros un negocio y para los más una exhibición de la soberana estupidez humana, de la reafirmación del ser superior, del desahogo de unas mentes vacías incapaces de llenar su vida con algo diferente al primitivismo desposeído de necesidad alimenticia alguna y, por tanto carente de toda justificación. Todo reducido a la macabra competición de matar más, de matar mejor. Una competición en la que todo vale y en la que ellos ponen las reglas y las demás las acatamos.
Enfiló la primera cuesta de asfalto con miedo, agachado en la bicicleta, pedaleando duro para que acabara lo antes posible, escuchando  decenas de disparos por todas partes. Se preguntaba a sí mismo que era esto. Hablaba en voz alta. Maldecía a todos. A las personas, a los perros y al 12 de octubre. Sobre todo al 12 de octubre. Maldita fecha. Otoño infernal. Estación de acceso restringido. Por una vez deseaba regresar cuanto antes a la seguridad del refugio, al coto privado de vida en el que por decreto de unos pocos han convertido las zonas urbanas.

Oídos sordos y bocas calladas. El negocio debe continuar.

20 de octubre de 2011

Genotipo (II)


El plato de plástico salió despedido de la mesa en una trayectoria horizontal cual disco lanzado por el estonio de turno en una competición atlética. Conforme iniciaba el descenso emanaban de él trocitos de merluza rebozada, restos semimasticados y regurgitados acompañados de gotas del kétchup con el que, últimamente, solía embadurnarlo casi todo. A pesar de todas las represalias mantenía su actitud desafiante, su mirada firme dispuesta a la lucha cuerpo a cuerpo si fuera preciso.
Carácter.
Cada vez que se repetía una situación similar observaba esos ojillos redondos y oscuros, de mirada viva e inteligente. Admiraba sus complejos mecanismos de adaptación a cada situación en concreto. Sus rápidas reacciones, sus respuestas vivaces e increíblemente maduras para su edad. Su verborrea exultante y atropellada y su innata capacidad de aprendizaje.

Pasadas las lágrimas y el mal trago todo volvía a la normalidad. Modo de lucha en off. Rencor cero. Como si el combate reactivara sus neuronas, pasaba de un estado cercano al cataléptico a otro de actividad frenética y contagiosa que acompañaba de una bendita fisicidad a la que sabía que nunca llegaría a acostumbrarse.

13 de octubre de 2011

Futuro perfecto de subjuntivo


El edificio no destacaba especialmente. Era uno más sumergido en un mar de bloques de cristal y cemento lastrado en su funcionalidad en aras de una lucha por el diseño más innovador que tenía perdida de antemano. Como casi siempre llegó pronto y se dedicó a observar el movimiento del parque empresarial. Parecía que todo seguía como hace años pero hasta él pudo apercibir el ritmo cansino, el menor flujo de vehículos y de ejecutivos trajeados a primera hora de la mañana, los abundantes edificios vacíos sin estrenar condecorados eufemísticamente con el cartel de disponible. Se cumplió la hora de la cita. Permaneció en la entrada, intranquilo caminando de un lado a otro, confirmando sus sospechas de la impuntualidad reinante en este país. Por fin aparecieron, restando importancia a la firma y a sus instalaciones. En la entrada de doble puerta acristalada un hombre introducía su código de acceso para pasar. El conserje avisó a los anfitriones de nuestra presencia. Las estancias eran luminosas y diáfanas como queriendo demostrar la transparencia de la compañía. El lugar respiraba trabajo, trasiego de personas cargadas con documentos o hablando por teléfono pero a su vez emanaba un ambiente de calma y silencio que invitaba a no alzar la voz.
El primer contacto tuvo lugar en una sencilla pero agradable sala, como siempre, se sentía incómodo en estas reuniones en las que tenía que medir sus palabras sin saber cómo ni cuándo. Había aprendido a jugar con los silencios sin parecer un estúpido pero eso no evitaba que se sintiera como tal cada vez que lo hacía. La regla número uno decía que no se podía eclipsar al jefe. De nuevo realizó ese ejercicio comparativo de manera casi automática. En frente las ideas claras, las funciones definidas y delimitadas, los deberes hechos antes que nada. A su lado la improvisación, el comadreo y las incoherencias que, casi siempre, eran recibidas por la otra parte con un cruce de miradas seguido de un silencio revelador por la otra parte. Él había desarrollado un instinto básico para detectar estas reacciones, se distraía buscándolas y se desesperaba al encontrarlas. Finalmente, como norma, las buenas intenciones se diluían en un sinfín de correos electrónicos, de preguntas sin respuestas concretas, de medias verdades y medias mentiras que le obligaban a tirar del hilo y repasar sus frases escritas para evitar caer en incómodas contradicciones. Muchas veces se imaginaba al otro lado de la mesa oyendo ese monólogo y preguntándose qué era eso. Se veía integrado en una organización, formando parte de una estructura con una función determinada y necesaria para el funcionamiento de la misma. Podía hasta sentir el trabajo en equipo, las reuniones, los proyectos de futuro, los objetivos, la planificación de las acciones…

Tras la despedida sabía que llegarían los comentarios y las valoraciones. Siempre tenía la esperanza de que hubiera una segunda oportunidad. Una nueva ocasión para poder demostrar algo, para poder aportar algo más que palabrería y autocomplacencia. Cada día que pasaba y esa oportunidad se perdía se sentía un poco más hundido, un poco más atado, un poco más resignado a su suerte. Giró la cabeza y volvió a fijarse en la fachada exterior acristalada que reflejaba el asfalto de la calle y los vehículos aparcados.