15 de noviembre de 2012

Todo sigue igual

Las espigadoras (Millet, 1857)
 
 
 Los espigadores y la espigadora (Varda, 2000)
 

Los espigadores (España, 2012)

8 de noviembre de 2012

Bichos (IV)

El todoterreno avanzaba despacio, renqueante, casi atrancado en el suelo de arena blanca y seca. Carlos conducía sin inmutarse por los continuos deslizamientos del tren trasero que culeaba ante el mínimo giro del volante. Tras coronar una loma, iniciaron un descenso hacia una quebrada donde las casas se distribuyen aleatoriamente, aparentemente sin ninguna otra razón más importante que la decisión del dueño de la vivienda de construirla en un lugar determinado. Se había acostumbrado a caminar largos trechos sobre este suelo arenoso para completar vivienda a vivienda cada comunidad. La rutina de las inspecciones era de todo menos rutina. Siempre era igual pero siempre era distinto. Las presentaciones al capitán de la comunidad, las sonrisas de los niños, la mirada cansada de los ancianos, las casas humildes con una única estancia, destartaladas con las paredes de adobe, encaladas o no, los techos de palma o como mucho de calamina, el peculiar olor a maíz fermentado, a animales, a humo. La sopa a mediodía. La ropa amontonada  encima de la única cama. Los incontables cacharros para acumular agua repletos de larvas de mosquitos. Los trojes de maíz. El maní acumulado en sacos. El ofrecimiento sincero de sus habitantes. La bienvenida. El gesto de generosidad del que comparte todo lo que tiene con el desconocido. Todo siempre igual.
Observan, parados, en un silencioso y humilde segundo plano, como revisan sus casas, sus pertenencias en busca del insecto causante de una parte de sus males. Males endémicos y soterrados. Olvidados para el resto del mundo, enfrascado en una lucha de estadísticas y cifras que manejarán a su antojo para su propio interés.
Resignación. Miradas incrédulas. Otro que viene. Otro más que vendrá y pasará. Acostumbrados a las promesas incumplidas, a la desidia y al abandono por parte de gobernantes lejanos y cercanos. Obligados a la subsistencia diaria. Observan con pasividad como se va cumpliendo el protocolo de actuación, las recolecciones, las anotaciones, las fotografías. No protestan. Rara vez piden algo. Se han acostumbrado a la presencia del vector. Conviven noche y día con él. Despiertan y lo ven, hinchado de sangre, intentando trepar torpemente por la pared blanquecina. Lo aplastan con desesperanza, sabiendo que a la mañana siguiente habrá otro igual de hinchado con su sangre o la sangre de sus hijos. Otro más capaz de transmitir el parásito. Otra oportunidad más. Otro número para jugar a la lotería de la enfermedad. Esa que no se ve, que no se manifiesta hasta años después. Invisible y olvidada como ellos.

1 de noviembre de 2012

Todo llegará



Mi vida se apaga. Mi vista se oscurece. Sólo me quedan recuerdos. Recuerdos que evocan al pasado. Una época de caos, de sueños frustrados. Este páramo. Pero sobre todo recuerdo al guerrero de la carretera. Al hombre que llamábamos Max. Para comprender quien era hay que retroceder a otros tiempos, cuando el mundo funcionaba a base del combustible negro y en los desiertos surgían ciudades de tuberías y acero. Ciudades desaparecidas, barridas por razones olvidadas hace largo tiempo. Dos poderosas tribus guerreras se declaraban la guerra provocando un incendio que devoró las ciudades. Sin combustible ya no eran nada. Construyeron una casa de paja. Las máquinas rugientes jadearon y se detuvieron. Los líderes hablaron y hablaron y hablaron…Pero nada pudo detener la avalancha. El mundo se tambaleó. Las ciudades estallaron en un vendaval de pillaje, en una tormenta de miedo. Los hombres se comieron a los hombres. Los caminos eran pesadillas interminables. Sólo sobrevivían los que se adaptaban a vivir de los desechos o eran tan brutales como para dedicarse al pillaje. Bandas de malechores se adueñaron de las carreteras, listas para entablar combate por un tanque de gasolina. Y en medio de este caos de ruina, los hombres normales sucumbían aplastados. Hombres como Max, el guerrero Max, que con el tremendo rugido de una máquina prendió todo y se convirtió en un hombre vacío. Un hombre quemado y sin ilusión. Un hombre obsesionado por los fantasmas de su pasado que se lanzó sin rumbo al páramo. Y fue aquí, en este lugar desolado donde aprendió a vivir de nuevo.

Intro de Mad Max 2. El guerrero de la carretera (George Miller, 1981)