29 de diciembre de 2011

De puntillas


26 de diciembre. Conducía hacia el trabajo observando las calles con los minimalistas adornos navideños casi camuflados con los neones de los comercios, echó en falta la ausencia de la típica banda sonora con las martilleantes melodías navideñas, incluso apercibió un cierto ritmo cansino entre los viandantes. Hasta él llegaban sensaciones de moderación, de contención, no ya del consumo –cosa que comprendía perfectamente- sino también de la alegría, de la ilusión que, en muchas ocasiones fugaz y casi siempre banal, suele acompañar a muchas personas en esta época del año. Parecía como si existiera un acuerdo tácito, de no agresión, como si los que de verdad estaban felices no quisieran demostrarlo para no afrentar a los demás. Veía a la gente caminar como siempre a lo suyo sin escuchar la manida coletilla de Felizañoigualmente que otros años se pronunciaba casi automáticamente ante conocidos y extraños.
26 de diciembre, lunes, y aquí estaba trabajando como un lunes cualquiera de una semana cualquiera. El calendario, caprichoso, evitaba los festivos para regocijo de empresarios y pesar de trabajadores y aportaba su granito de arena para que estas navidades pasaran casi de incógnito, de puntillas, como esperando mejores tiempos en un futuro siempre demasiado lejano.

22 de diciembre de 2011

Claroscuros


Esta vez se equivocó.
Pensó que, como siempre, podía ser el remedio temporal que le permitía afrontar los próximos días con mayor optimismo que de costumbre. El salvoconducto que le catapultara a las primeras fechas del año pasando por encima estas semanas de obligaciones festivas y laborales.
Pero la necesidad le cegaba. No veía más allá de sus recuerdos estivales, donde surcaba sus senderos favoritos bajo un amanecer fresco y silencioso, donde recorría las zonas de umbría de la Sierra captando ese frescor de la tierra aún mojada por la última tormenta veraniega.

Tardó poco en despertar del sueño. El viento, frío y cortante, le bloqueaba cada músculo. Trataba de enroscarse entre el cuadro como buscando refugio acurrucándose entre su helada estructura metálica. Siguió adelante, confiado en entrar en calor con el paso de los kilómetros, pero no fue así. Se sentía un extraño en aquellas pistas mil veces transitadas. No parecían los mismos árboles, las mismas casas, las mismas montañas. Su mente entumecida era incapaz de sacudirse esa sensación y organizar al resto del organismo. Trató de plantearse objetivos a corto plazo para ir superándolos como siempre hacía cuando llegaba al límite de sus fuerzas. Pero algo no funcionaba. Se encontró vacío, extenuado, derrotado antes de comenzar la batalla. Afrontó las primeras rampas por mera inercia, entregando sus pocas fuerzas al viento egoísta y acaparador que le mermaba en cada pedalada. El pulgar buscaba instintivamente la añorada corona de 36. Abría la boca casi balbuceando intentando inhalar algo más de oxigeno con el que alimentar sus acomodados pulmones, víctimas del sedentarismo otoñal.

Acuciado como siempre por el reloj, la ansiedad le podía. Se olvidó de todo. Su mente sólo pensaba en acortar, en regresar. El patético conservacionismo. El caracol que se esconde a esperar acontecimientos. Se olvidó del paisaje, de los sonidos de los pájaros. Todo era gris, el cielo, cenizo, la tierra, áspera y apagada. No había colores, ni olores, sólo viento, frio y penumbra. Afrontó la bajada, eterna y gélida, temeroso y cauto como un principiante, con los dedos entumecidos accionando los frenos más de la cuenta. Las piernas seguían pesadillescas, sin responder, aletargadas, como preguntándose por qué les obligaban justamente a trabajar hoy.
El también se lo preguntaba.
Pensó que, otra vez, esos momentos podían ser el remedio, el bálsamo, la medicina milagrosa. Esta vez se equivocó.

15 de diciembre de 2011

Perfección evolutiva

Mantis religiosa (Linnaeus, 1758)

La encontró desubicada, como desorientada, destacando su verdor en la tierra rojiza. Algo aletargada por la baja temperatura o quizás por el esfuerzo de la puesta de la ooteca, su antiguo vigor le había abandonado a su suerte, sin ganas o fuerzas para refugiarse en la vegetación cercana. Al cogerla volvió a deleitarse con su imponente anatomía. Desde la cabeza al abdomen cada una de sus partes diseñadas por y para la depredación. Desde siempre le gustaba observarlas pacientes, miméticas, acechantes, como ensimismadas en su soledad. Admiraba su agilidad y su rapidez pero sobre todo su valentía, su capacidad para atacar todo tipo de presas incluso aquellas mayores en tamaño. En esta ocasión, parecía como si se debatiera entre iniciar una huida decorosa o mantener la batalla, perdida de antemano, ante el humano, inofensivo y curioso, que la observaba con admiración.

9 de diciembre de 2011

Ciclomontañismo de pacotilla (I). La Buitrera


Siempre no fue así. Él también tenía un pasado oscuro. Un pasado cubierto por bajadas pedregosas y senderos de curvas reviradas. Pero sobre todo un pasado de encuentros multitudinarios tanto digitales como reales. Decenas de nicks y avatares de carne y hueso, fundidos con máquinas de todos los materiales, que él sólo había visto en pantallas de ordenador. Grupos de amables gladiadores equipados hasta los dientes pero siempre dispuestos a echar una mano a un desconocido que desde ese momento dejará de serlo.
Subía por la senda de La Buitrera, buscando el punto geodésico visible desde la urbanización. Cada escalón de piedra que tenía que sortear le hacía sorprenderse más de sí mismo. Si, era él. El que un día, siguiendo a otros, se lanzó tumba abierta por la estrecha y empinada senda que ahora subía a duras penas. Recuerda perfectamente que, salvo un escalón inicial, hizo todo el tramo montado, saltando, esquivando piedras, buscando la mejor trazada guiado por su anónimo predecesor. Ahora, carga con la bici al hombro y tiene que buscar una trayectoria alternativa para poder llegar arriba. En la cima un grupo de excursionistas se sorprenden que haya podido llegar con la bici. Les comenta que por supuesto bajar, bajará andando. Siempre no fue así.

1 de diciembre de 2011

El Truman de la Calderona

© 2010 J. Gállego         
http://macroinstantes.blogspot.com

Esta salida no era como la mayoría. Hoy tenía compañía. Luchaba por controlar la inquietud de sentirse maestro por un día y disfrutar del momento de presentarle a su hija a la Sierra. Sabía que era una presentación informal, incompleta y quizás algo engañosa pero prefería no mostrar toda la dureza de la Calderona en las primeras de cambio y mantener un cierto halo de misterio que hiciera mucho más atractivas posteriores excursiones.

Siempre a unos metros por detrás la observaba desenvolverse atrevida encima de la bicicleta. Con las maneras y el atrevimiento que da el no haber sufrido caídas dolorosas, el no haber probado la aspereza de la tierra o la dureza del asfalto erosionando su piel preadolescente. Apretó con fuerza los pedales para culminar aquella pequeña rampa e iniciar un descenso divertido por la pista rojiza y ancha salpicada de charcos reticentes a desaparecer enfrascados en una lucha perdida contra el tibio sol de noviembre. Por un momento agachó la cabeza para concentrarse en el repetitivo ruido de las calas secas por el barro y la perdió de su vista, cuando levantó la mirada se cruzó con él. Mimético. No era la primera vez, ni la segunda. Siempre esquivo en dirección contraria, se lamentaba de su indecisión, de no haberle saludado como corresponde. Esta vez no.
- ¿Cómo que Pedro?
- Si, tú eres Pedro, Bicipalo ¿no?  Hace años encontré tu blog de casualidad buscando cosas de la Calderona y desde entonces me tienes enganchado.
Rota la barrera virtual. Lo único que le sorprendió fue el agudo tono de su voz. El resto lo conocía. Asimilaba con familiaridad sus palabras, sus pensamientos, tantas veces leídos, sintiéndose un afortunado receptor de su entusiasmo al hablar de la Sierra, de sus perros, de sus relatos, de Joa, de Paul, en definitiva de su modo de afrontar la vida. Entusiasmo ya transmitido en cada relato real o ficticio, en cada entrada de su blog, en cada fotografía, pero ahora amplificado por la voz, los gestos y las expresiones de alguien dispuesto a aprovechar cada momento y disfrutar de él. De alguien consciente de la existencia del telón al final del mar, de la farsa, de las cámaras y de los actores del show de la vida pero que no necesita ir más allá para vivirla plenamente, sabedor de que, simplemente se trata de eso, de vivirla.

24 de noviembre de 2011

Capturando el espíritu


De nuevo se sorprendió a sí mismo mirando a través de la ventana. Con una de sus dos hojas abierta para evitar la venda en los ojos que era ese cristal traslúcido que lo emborronaba todo. Las rejas exteriores acentuaban la sensación claustrofóbica de la que era su estancia en los últimos ochos años durante más de ocho horas diarias. La calle yacía desierta, silenciosa, perezosa sin ánimos a levantarse, casi había olvidado el bullicio de los primeros años. Las máquinas trasladando palets con todo tipo de mercancías. Los contenedores esperando pacientemente su turno de carga y descarga. Los operarios atajando campo a través para no quedarse sin mesa en el bar del polígono. Todo desapareció poco a poco. El silencio de la calle tan sólo se rompía con sonido del motor de algún vehículo y el del contacto de sus neumáticos con el agua de los charcos aleatoriamente distribuidos como agujeros en un queso de Gruyere. El yermo paisaje rural de la meseta castellana trasladado al asfalto desnudo del polígono industrial. Vistas infinitas de la monotonía.  Coleccionables de ausencias.
Se sorprendió mirando a la nada, mirando intentando ver en qué se había convertido su existencia. No había más que un fuera de campo desenfocado, borroso y lleno de sombras que sus cristalinos no lograban perfilar. Cada día se resistía a ello, se levantaba y desplazaba la hoja del ventanal buscando la imagen precisa y certera, la que le propinara el empujón definitivo, la chispa con la que poner en marcha la reacción, el cambio y, cada día encontraba la misma sombra, la misma duda eterna, enquistada en sus retinas y en su cerebro. Cada día  haciéndose más grande y más sombría.

Pudo verse bajo una luz ambarina mirando hacia al vacío a través de un cristal color miel tupido con celdas hexagonales, tan frágil como infranqueable. Una  ventana por la que asomarse al mundo del desencanto y la apatía. Una muralla tan tangible y a su vez tan etérea que le sumía en la certeza de la melancolía más absoluta.

El sonido impertinente del teléfono le hizo volver a la blanca realidad del fluorescente y a las rejas verticales de su imaginaria jaula de oro que, un día más, se negaba a abandonar.


Pero, a veces, cuando miro a mí alrededor y descubro tantas ausencias, tantas cosas destruidas y al mismo tiempo tanta tristeza, algo me dice que, quizás en ellos, se fue nuestra capacidad para sentir de verdad la vida.

Teresa (Teresa Gimpera).

El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973).

17 de noviembre de 2011

10 de noviembre de 2011

Diana

Maullaba con insistencia, como exigiendo un derecho adquirido a lo largo del tiempo. Cuando alguien de la casa abría la puerta entraba altiva con la cola erguida, directa a su comedero, del que apenas mordisqueaba con desgana una pieza de pienso con forma de pez. A los dos minutos de nuevo reclamaba salir como exigiendo una casa libre de barreras. ¡Al fin y al cabo era su casa también!.
Se comunicaba con la vehemencia otorgada por la supervivencia ganada a pulso. Tres de siete mascullaba siempre para sus adentros. Era como si sus flirteos con la muerte le hubieran otorgado una desfachatez que tan solo era sustituida por su instinto de supervivencia cuando alguien se levantaba del sofá dispuesto a poner las cosas en su sitio.
Cuando la observaba siempre le parecía percibir una mirada melancólica y triste. Condenada a la soledad desde su infancia tras una esterilización y un par de intervenciones a vida o muerte que marcaron su carácter caprichoso, independiente y extremadamente arisco, demasiado, incluso para un felino.

La veía como un extraterreste en un mundo de humanos en el que ocupaba su tiempo en llenar su vacío existencial dedicándose al acecho y captura de un amplio abanico de presas potenciales que abarcaba cualquier insecto lo suficientemente grande como para interesarse por él, como saltamontes o mantis religiosas, hasta pájaros de todos los tamaños y colores pasando por reptiles, acosando sobre todo a las salamanquesas y lagartijas que osaban acercarse a sus dominios y, por supuesto, a los ya clásicos roedores. Cual fílmico depredador ochentero en la selva centroamericana gustaba de exhibir sus trofeos decapitados y desmembrados en el felpudo de la entrada de la casa para sorpresa de sus habitantes.

Aunque quizás no era ese el motivo de su comportamiento. Lo más seguro que todo fueran paranoias suyas y que simplemente la diosa de la caza hacía honor a su nombre.

3 de noviembre de 2011

Cambio horario


Las 4:45. Otra vez despierto a las 4:45. Como ayer y como antes de ayer. De nuevo se preguntaba por qué demonios a las 4:45. Los ojos como platos. Los nervios en tensión. ¿Qué pasaba a las 4:45?.
Se dio la vuelta hacia el lado izquierdo de la cama intentado volver a enganchar ese sueño esquivo, escurridizo y mal intencionado, sabedor de que, como mínimo, tardaría un par de horas. Justo lo atrapó unos minutos antes de escuchar a Lou Reed en su despertador. Como ayer y como antes de ayer.  

27 de octubre de 2011

12 de octubre

El día amanecía claro y fresco. Se levantó pronto para salir como siempre al alba, sabedor de que a media mañana se alcanzarían temperaturas estivales. Los vio nada más empezar a pedalear. Filas de coches aparcados con sus remolques repletos de podencos metidos con calzador. Huestes mimetizadas que subían la loma, nerviosas y alborotadas, con la mano en el gatillo, elevando sus niveles de adrenalina conforme oían con mayor intensidad los disparos cercanos. Como siempre demasiado cercanos. Como cada año ignorando las reglas de lo que para unos es un juego, para otros un negocio y para los más una exhibición de la soberana estupidez humana, de la reafirmación del ser superior, del desahogo de unas mentes vacías incapaces de llenar su vida con algo diferente al primitivismo desposeído de necesidad alimenticia alguna y, por tanto carente de toda justificación. Todo reducido a la macabra competición de matar más, de matar mejor. Una competición en la que todo vale y en la que ellos ponen las reglas y las demás las acatamos.
Enfiló la primera cuesta de asfalto con miedo, agachado en la bicicleta, pedaleando duro para que acabara lo antes posible, escuchando  decenas de disparos por todas partes. Se preguntaba a sí mismo que era esto. Hablaba en voz alta. Maldecía a todos. A las personas, a los perros y al 12 de octubre. Sobre todo al 12 de octubre. Maldita fecha. Otoño infernal. Estación de acceso restringido. Por una vez deseaba regresar cuanto antes a la seguridad del refugio, al coto privado de vida en el que por decreto de unos pocos han convertido las zonas urbanas.

Oídos sordos y bocas calladas. El negocio debe continuar.

20 de octubre de 2011

Genotipo (II)


El plato de plástico salió despedido de la mesa en una trayectoria horizontal cual disco lanzado por el estonio de turno en una competición atlética. Conforme iniciaba el descenso emanaban de él trocitos de merluza rebozada, restos semimasticados y regurgitados acompañados de gotas del kétchup con el que, últimamente, solía embadurnarlo casi todo. A pesar de todas las represalias mantenía su actitud desafiante, su mirada firme dispuesta a la lucha cuerpo a cuerpo si fuera preciso.
Carácter.
Cada vez que se repetía una situación similar observaba esos ojillos redondos y oscuros, de mirada viva e inteligente. Admiraba sus complejos mecanismos de adaptación a cada situación en concreto. Sus rápidas reacciones, sus respuestas vivaces e increíblemente maduras para su edad. Su verborrea exultante y atropellada y su innata capacidad de aprendizaje.

Pasadas las lágrimas y el mal trago todo volvía a la normalidad. Modo de lucha en off. Rencor cero. Como si el combate reactivara sus neuronas, pasaba de un estado cercano al cataléptico a otro de actividad frenética y contagiosa que acompañaba de una bendita fisicidad a la que sabía que nunca llegaría a acostumbrarse.

13 de octubre de 2011

Futuro perfecto de subjuntivo


El edificio no destacaba especialmente. Era uno más sumergido en un mar de bloques de cristal y cemento lastrado en su funcionalidad en aras de una lucha por el diseño más innovador que tenía perdida de antemano. Como casi siempre llegó pronto y se dedicó a observar el movimiento del parque empresarial. Parecía que todo seguía como hace años pero hasta él pudo apercibir el ritmo cansino, el menor flujo de vehículos y de ejecutivos trajeados a primera hora de la mañana, los abundantes edificios vacíos sin estrenar condecorados eufemísticamente con el cartel de disponible. Se cumplió la hora de la cita. Permaneció en la entrada, intranquilo caminando de un lado a otro, confirmando sus sospechas de la impuntualidad reinante en este país. Por fin aparecieron, restando importancia a la firma y a sus instalaciones. En la entrada de doble puerta acristalada un hombre introducía su código de acceso para pasar. El conserje avisó a los anfitriones de nuestra presencia. Las estancias eran luminosas y diáfanas como queriendo demostrar la transparencia de la compañía. El lugar respiraba trabajo, trasiego de personas cargadas con documentos o hablando por teléfono pero a su vez emanaba un ambiente de calma y silencio que invitaba a no alzar la voz.
El primer contacto tuvo lugar en una sencilla pero agradable sala, como siempre, se sentía incómodo en estas reuniones en las que tenía que medir sus palabras sin saber cómo ni cuándo. Había aprendido a jugar con los silencios sin parecer un estúpido pero eso no evitaba que se sintiera como tal cada vez que lo hacía. La regla número uno decía que no se podía eclipsar al jefe. De nuevo realizó ese ejercicio comparativo de manera casi automática. En frente las ideas claras, las funciones definidas y delimitadas, los deberes hechos antes que nada. A su lado la improvisación, el comadreo y las incoherencias que, casi siempre, eran recibidas por la otra parte con un cruce de miradas seguido de un silencio revelador por la otra parte. Él había desarrollado un instinto básico para detectar estas reacciones, se distraía buscándolas y se desesperaba al encontrarlas. Finalmente, como norma, las buenas intenciones se diluían en un sinfín de correos electrónicos, de preguntas sin respuestas concretas, de medias verdades y medias mentiras que le obligaban a tirar del hilo y repasar sus frases escritas para evitar caer en incómodas contradicciones. Muchas veces se imaginaba al otro lado de la mesa oyendo ese monólogo y preguntándose qué era eso. Se veía integrado en una organización, formando parte de una estructura con una función determinada y necesaria para el funcionamiento de la misma. Podía hasta sentir el trabajo en equipo, las reuniones, los proyectos de futuro, los objetivos, la planificación de las acciones…

Tras la despedida sabía que llegarían los comentarios y las valoraciones. Siempre tenía la esperanza de que hubiera una segunda oportunidad. Una nueva ocasión para poder demostrar algo, para poder aportar algo más que palabrería y autocomplacencia. Cada día que pasaba y esa oportunidad se perdía se sentía un poco más hundido, un poco más atado, un poco más resignado a su suerte. Giró la cabeza y volvió a fijarse en la fachada exterior acristalada que reflejaba el asfalto de la calle y los vehículos aparcados.

29 de septiembre de 2011

Contradicciones


Sistemáticamente el opilión lo intentaba una y otra vez. En otro esfuerzo titánico logró subir varios centímetros por la pared de la bañera para, como en los intentos anteriores, resbalar por la resbaladiza superficie porcelánica hasta el fondo. Su ignorancia le hacía perseverar en el enésimo intento. Sabedor de que no tenía salida alguna y acabaría sus días en el fondo del desagüe, lo observaba con una mezcla de admiración y compasión, dudando entre cogerlo entre los dedos o dejarlo abandonado a su suerte…
Este año la vuelta al trabajo irrumpió en él como un elefante en una cacharrería. Será la edad masculló para sus adentros. Apabullado al ver como la lista de correos electrónicos perdida en el infinito. Irritado por los requerimientos, particularmente absurdos, del ser superior al que debía su subsistencia. Rodeado de incongruencias y necedades transformadas en leyes de obligado cumplimiento, se vio desbordado, empequeñecido bajo la sombra de la urgencia, aplastado por el rodillo de lo prioritario. Respiró hondo al notar su pulso acelerado y su carácter más susceptible que de costumbre. Se vio caminando en una cinta transportadora que le impedía avanzar, gastando sus energías en vano, luchando contra todo y contra todos.
…Conocedor de su extrema fragilidad agarró con sumo cuidado al arácnido pero este parecía no tener otra intención que volver a la frialdad de su celda, a su brillante tumba de color crema. Notó como sus finísimas patas se quebraban entre sus dedos y el animal cayó al suelo cerámico herido de muerte.
Sabía perfectamente que tenía que calmarse, que poco a poco las cosas volverían a su sitio. La bandeja de entrada se vaciaría y las urgencias no lo serían tanto, pero cada año le costaba más remontar. La apatía se extendía un poco cada día, lenta pero constante. Sabía que tenía que ser él quien diera el paso, seguir nadando contra la corriente a pesar de tener la impresión de no avanzar. Perseverar en el enésimo intento. Buscar la salida por él mismo.
Por un instante vino a su mente el pequeño opilión intentándolo una y otra vez, sin rendirse en ningún momento, identificándose con su fragilidad y envidiando su fortaleza.

22 de septiembre de 2011

15 de septiembre de 2011

Sr. Lobo

Dentro de la casa su voz sonaba seca y autoritaria incluso algo cortante. Mantenía las distancias con una educación casi victoriana, difícil de encontrar hoy en día. Impecablemente vestido, rehuía formalismos y circunloquios. Directamente al problema, realizando preguntas concretas que requerían contestaciones concretas. Todos los sentidos al máximo rendimiento. Recopilando la mayor cantidad de datos posibles. Sabedor de que el tiempo era siempre un problema. Le gustaba que le consideraran como lo que era, un solucionador de problemas, alejado de los vendedores de humo, de los que contestan con otra pregunta, de los psicólogos de bar. La defensa en solitario de su exacerbado realismo le llevaba en muchas ocasiones a ser tildado de pesimista crónico, pero él sabía que no era así, simplemente se dedicaba a analizar todas las hipotéticas variables antes de actuar y a evaluar los riesgos y las posibilidades de éxito. Si estas eran escasas lo exponía a sus clientes de manera sucinta, sin rodeos.
Media hora después cerraba con firmeza la puerta de la vivienda dejando en su interior al confundido propietario haciendo cálculos. La actuación, que requería desmontar todos los muebles de la cocina y desmantelar el parquet flotante de toda la casa, no tenía el éxito asegurado. El control de una población asentada de Blattella germanica obligaba a esto y mucho más.

8 de septiembre de 2011

1 de septiembre de 2011

Reload

Ya en el asfalto agachó la cabeza y apretó los dientes. Dispuesto a cometer una pequeña locura programada. Se saldría de un guión escrito precisamente para ello. Buscaba vaciarse físicamente y que sus pensamientos acompañaran a sus últimos restos de glucosa, aunque fuera sólo por educación. Ansiaba llegar a ese momento en el que el cerebro está demasiado ocupado en mantener la maquinaria en marcha, en equilibrar el balance energético de un organismo al borde del colapso. Necesitaba llegar a ese punto y prolongarlo lo suficiente para lograr el formateo temporal. Encontrar el botón de reset y mantenerlo apretado. Liberarse por unos instantes de todo aquello que le acechaba día a día. Sabía que era algo perecedero, efímero. Conseguir la energía necesaria para voltear el reloj de arena y dejar que todo caiga por su propio peso, lenta pero inexorablemente gracias a la bendita ley de la gravedad. Sabía que pronto debería girar de nuevo el mecanismo y todo volvería a ser como antes pero entonces nadie le podría quitar esos bellísimos momentos de libertad mental, de agujero negro. Serían suyos para siempre.

28 de julio de 2011

Por un momento...


...sintió el mundo a sus pies

21 de julio de 2011

Fachadas

Su imaginación corría mientras dibujaba figuras geométricas en el folio doblado que luego se encargaba de rellenar de entramados azules con el Bic. Dejaba pasar el tiempo sesteando en la reunión a la que, como siempre le convocaron con 5 minutos de antelación. Pensaba en cosas banales, entornos, vivencias imaginarias, utopías laborales con derecho a materializarse, historias autocompasivas pero siempre bienaventuradas y con final feliz.
La esquina del papel marcaba su límite. La línea imaginaria que la esfera metálica de su bolígrafo no podía atravesar. Se dio cuenta que la persona sentada a su izquierda la observaba. Poco le importaba. Al final todo es un continuo fluir, un constante y reiterado devenir a lo mismo. El círculo que nunca acaba pero tampoco nunca empieza.

Le gustaba mirar a los ojos de sus contertulios cuando escuchaban las historias convertidas en historietas con principio, nudo y desenlace cambiados para la ocasión. Casi a la carta. Se fijaba en el brillo de sus ojos crédulos o, por lo menos, perfectamente entrenados para serlo. De nuevo sin quererlo, casi obsesivamente,  irrumpían en su mente el traje nuevo del emperador y las fachadas. Bonitas fachadas blancas e inmaculadas.

14 de julio de 2011

Tristeza


Tengo mi tristeza siempre ahí, escondida poniéndose guapa.

Iván Ferreiro (Las siete y media, 2006)

7 de julio de 2011

Minimalismo digital


A menudo recordaba a su descendencia que cuando acabó sus estudios universitarios los viandantes observaban con miradas extrañas e incluso con exaltados gestos de incomprensión cuando se cruzaban con alguien que “hablaba solo” con un teléfono móvil. Esos mismos gestos se reproducían en su hija cuando le contaba esta anécdota.
Hoy es él que, más que sorprenderse, maldice la mal llamada era de la comunicación. Bonita frase acuñada y promovida por las compañías de telecomunicaciones para aislarnos, todavía más si cabe, del mundo que nos rodea. Del mundo que podemos tocar, saborear, oler y, como no, también ver sin necesidad de hacerlo a través de una pantalla. Le resultaba especialmente desesperante el hecho de cruzarse por la calle con auténticos muertos vivientes cuyo cordón umbilical empezaba en su reproductor de mp3 y acababa bifurcándose en sus prematuramente sordos oídos. Le entristecía enormemente ver a grupos de adolescentes sentados en el banco del parque sin dirigirse la palabra y sin desviar sus ojos de las pantallas de los móviles de última generación.
De la música portátil al vídeo y de allí a las redes sociales, a la inmediatez de la nada, a la necesidad de la comunicación vacua, a la pertenencia al mundo 2.0, a la irrealidad, al aborregamiento generalizado, a las tendencias que desaparecen en pocos meses, al consumo sin mesura de todo tipo de artilugios que quedan prematuramente obsoletos sin necesidad, inservibles a la avidez de novedades de la masa.

Observaba con estupor la proliferación de móviles táctiles con cámaras de alta definición, tabletas digitales, reproductores de mp3, mp4, mp5, ordenadores de bolsillo, libros digitales, dispositivos diseñados para mejorar la experiencia de la comunicación que se encargan de reducir la capacidad de los sentidos no audiovisuales, claramente marginados, a minimizar las percepciones del medio, ignorando los estímulos procedentes de nuestro alrededor para limitarlos a una pantalla de escasas pulgadas. La imagen lo invade todo, todo entra por los ojos y es procesado casi tan rápidamente como es olvidado por nuestro cerebro.

Decidió, dentro de su extrema moderación, declararse en rebeldía. Si ya era considerado un bicho raro por no tener conexión de internet en casa ni pertenecer a ninguna red social o carecer de reproductor de mp3 ahora, al abandonar su móvil táctil para volver al básico teclado se sentía como un pequeño rebelde con causa, quizá una causa menor pero su causa al fin y al cabo.

30 de junio de 2011

La delgada línea


Hasta ahora si de algo podía presumir era de haber mantenido una cierta coherencia en lo que respecta a sus principios. Seguramente, en la mayoría de ocasiones ayudado por la bendita ignorancia del inocente que no conoce –ni quiere conocer- más allá de lo que cree estrictamente necesario para su existencia vital. Había pagado infinidad de veces el dar la cara, el ir con la verdad por delante, el no jugar sus cartas como está prefijado si no como él creía conveniente de acuerdo a su criterio, sabedor de que poco a poco todo y todos acaban descubriéndose. La carretera coloca a cada uno en su lugar aunque siempre haya alguien que se aproveche de la rueda ajena.

Hasta ahora siempre había sido así. Dormir tranquilo tenía un alto precio que estaba dispuesto a pagar… hasta ahora.

En el mismo momento en que estampaba su firma sobre aquel papel tricolor se dio cuenta que había traspasado la delgada línea que se trazó desde que tenía uso de conciencia. Se vio como en uno de esos toboganes de los parques acuáticos en los que cierras los ojos y sólo deseas que llegue lo antes posible el choque con el agua de la piscina. Se dejó llevar porque luchar era, en este caso casi imposible…o eso se repetía constantemente en las posteriores noches de insomnio. Por primera vez se vio enganchado en el engranaje de la máquina de la mentira, sintió sus cadenas, sus giros y sus cojinetes girando y transportándole al otro lado de esa línea que tanto trabajo le había costado evitar. Se vio sin fuerzas, exhausto, sin ganas de luchar por nada que no fuera conservar, mantener su posición, su modo de vida, convencional y patético, pero suyo al fin y al cabo. Se vio buscando desde el pitido inicial el empate sabedor que esto conllevaba casi siempre una derrota. Sintió durante semanas el amargor en la garganta del que ha perdido gran parte de los escasos logros en eso tan denostado que llaman integridad. Se sintió vacío y hasta asqueado de sí mismo por su cobardía, por siempre evitar dar ese paso y dejar que lo den los demás por él. Y lo peor es que el vaso se desbordó hacia tiempo y seguía ahogándose en él sin mover un solo dedo, víctima de sus miedos.

23 de junio de 2011

Asfalto


Iba por rachas. Muchas veces se sentía irresistiblemente atraído por ellas. Esbeltas. Ligerísimas. Sintéticas. De formas suaves, cálidas y redondeadas. Y más que nada silenciosas. Sobre todo silenciosas. Calladas y eficaces. Directas y ahorradoras. Las veía por la televisión y las deseaba todavía más. Nostálgico de momentos épicos recordaba sus kilometradas de aficionado de tercera y sus pájaras de juventud. El rodar fino y potente, la caricia suave a las manetas integradas y el desplazamiento casi imperceptible de la cadena sobre los diminutos piñones. De pronto se imaginaba rodando acoplado con las manos en la parte baja del manillar y las piernas chocando sobre su pecho, sin cansancio, ni ruidos, sin piedras, curveando y ganando metros en cada giro. Perseguido por un pelotón invisible que nunca le alcanzaba... Hasta que el rugido del motor del camión hizo temblar los cristales de las ventanas y le devolvió a la cruda realidad. Hoy por hoy el ciclismo de carretera es casi como jugar a una lotería macabra en la que casi nada depende del ciclista. Benditas piedras.

16 de junio de 2011

Genotipo (I)

Le gustaba observarla. Como siempre seguía ahí. Callada. Recibiendo y procesando información. Todo interior. Madurando aceleradamente en un mundo de adultos donde muchas veces, sin querer, era tratada como tal. Aún así no dejaba de asombrarse cada día. Inevitablemente se veía reflejado en cada gesto, cada mirada, cada comentario. En sus pensamientos inescrutables, en su lógica, su forma precoz de afrontar la vida, en su orgullo, en su callada rebeldía y en su excesiva responsabilidad. Pero también en su cerrajón, su mundo interior, sus miedos, sus fobias y sus frustraciones. La miraba y podía verse desde fuera como un espectador que se observara a sí mismo través de una cámara cenital. Luchaba contra el deseo de aconsejarla, protegerla, arroparla, evitarle agobios y sufrimientos por motivos que en pocos años le parecerán banales, sabedor de que el tiempo se acababa y, cada día que pasaba, se alejaba un poco más de él.

10 de junio de 2011

Hastío

Las fuerzas le flaqueaban. Levantarse cada día suponía un esfuerzo sobrehumano. La lucha por la supervivencia le agotó hace tiempo y se veía a sí mismo como el pez que boquea en el cubo del pescador buscando sus últimas gotas de agua de donde sacar el oxígeno vital. Cansado de navegar entre tantas aguas enturbiadas por la obcecación y el divismo. Cansado de ver la bola de nieva aumentar de tamaño y engullirle, se limitaba a cerrar los ojos muy fuerte, como un niño, esperando que al abrirlos todo hubiera sido una pesadilla más. Pero no. Todo volvía a ser como el día anterior y sería como el día siguiente. Los elementos se aliaban para poner a prueba su cobardía… y siempre ganaban.

2 de junio de 2011

26 de mayo de 2011

Bichos (III)

El gris cenizo del asfalto contrataba con el blanco del laboratorio. Del ambiente ordenado y silencioso pasó al caótico y estruendoso del tráfico, al sonido metálico de las tapas de alcantarillado rodando sobre sí mismas en una danza con final predecible, a los coches, al olor de cloacas, registros, sumideros y acequias y a humo de escapes, al aroma penetrante de los organofosforados y a la punzante caricia de los piretroides. La mañana se desperezaba tranquila para ir aumentando el ritmo cuando la ciudad se despertaba. Siempre entre, mosquitos, cucarachas o roedores, buscando, contando, observando rastros, anotando innumerables datos que se convertirían en tablas, círculos de colores, diagramas y gráficos de barras para justificar la rutina tantas veces insostenible.

19 de mayo de 2011

Enfermedad de transmisión sensorial

No tardó mucho tiempo en darse cuenta que mostrar la felicidad de otros puede ser para algunos contraproducente. Pero aún tardó menos en comprobar que, a pesar de muchos, existe donde menos te lo esperas y, además es altamente contagiosa.

18 de mayo de 2011

Autocrítica

El partido estaba decidido casi antes de comenzar. En aquellos tiempos en estas rondas iniciales de cualquier Grand Slam las sorpresas escaseaban y los torneos carecían de interés hasta que llegaban las rondas finales. De cualquier forma el campeón se esforzaba como si le fuese la vida en ello, peleando cada bola. Ignorando el abultado y casi insultante marcador electrónico. Tras un punto apenas peleado y fallado incomprensiblemente por el cabeza de serie del torneo, el comentarista se acordó de ella. “Era muy exigente consigo misma, se machacaba no ya cuando las cosas no terminaban bien sino también cuando no comenzaban bien. Llegaba a regalar el punto si consideraba que no lo había trabajado lo suficiente, si ese aproach no estaba bien ejecutado o si su saque había sido mediocre. La pérdida del punto era como un castigo autoinflingido que le permitía empezar de cero con el siguiente e intentar alcanzar el punto perfecto.”
Desconocía si este comentario se acercaba más a la leyenda que a la realidad de la que fue una de las mejores jugadoras de todos los tiempos pero lo entendía perfectamente. A pesar de repetirse mil y una veces que la perfección no existe consideraba que aplicar el borrón y cuenta nueva como estrategia vital le acercaría más a la penitencia que a la liberación. En la vida no hay marcha atrás, tan sólo un perfil de diente de sierra en el que vamos discurriendo como podemos o como nos dejan, intentando hacer las cosas conforme a lo que consideramos correcto. Sabía que era inútil, aunque inevitable, pensar en el pasado que no podía cambiar y que debía disfrutar de lo único verdaderamente disfrutable: el momento presente, pero su naturaleza le imposibilitaba, se sentía genéticamente resignado a su forma de ser y los intentos por cambiarla era cada vez menos enérgicos.
        Aquel que dijo: “Ganar o perder no es lo que importa”, probablemente perdió.                 
(M. Navratilova)

5 de mayo de 2011

Gran Hermano


Hacía tiempo que no dejaba de fijarse en ellas. Estaban por todas partes. En las autovías sobre los puentes o en postes junto a las farolas. En las calles, camufladas de incógnito. En comercios, bancos, gasolineras, calles, parques y jardines públicos privados, medios de transporte, estaciones de metro, tren, autobuses o viviendas. Conectadas a tráfico, a la policía, a empresas de seguridad. Con motivos de seguimiento estadístico, disuasorios  o simplemente con afán recaudatorio. Se sentía vigilado, observado continuamente hasta en sus movimientos más banales -que eran todos-. La excusa de la seguridad mató a la intimidad. Apenas quedaban sitios oscuros, puntos muertos, rincones donde la vista del Gran Hermano no alcanzaba.

28 de abril de 2011

Ficcionario

A pesar de que con el nuevo código penal sólo se exponía a una multa y retirada definitiva del vehículo no pudo evitar estremecerse al dar la primera pedalada. El giro de las bielas XT tensó la cadena inmaculada a pesar de los años y comenzó a desplazarse lentamente entre la penumbra vespertina.
Durante los primeros kilómetros no pudo evitar pensar en la ilegalidad de su acción, alevosa y nocturna, dirían algunos, al confirmar su hora de salida y sus negras vestiduras para evitar, en la medida de lo posible, ser visto.
A lo largo de los meses estudió los pasos de la policía local, y de la brigada ecológica, sabía que a esas horas discurrían por la zona norte, iniciando su última vuelta perimetral al parque por lo que disponía de casi dos horas de margen para moverse con cierto grado de libertad. Además, era conocedor de que la escasez de recursos de la Administración había condenado al ostracismo a todas las instituciones creadas en la postrera década ecológica, entre las que se encontraban las destinadas a seguridad y vigilancia en los Parques Naturales.
A su paso, las calles de la urbanización se oscurecían desiertas. La ciudad dormitorio en la que se había convertido hacía honor a su nombre y se acurrucaba envuelta en el frío del atardecer. Respiraba de alivio a cada esquina que giraba, a cada rotonda, a cada cruce en el que no encontraba a nadie que pudiera comprometer su salida. Dudó al llegar a la estación de servicio. Era un lugar frecuentado por la brigada para tomar el último café antes del relevo. Redujo la marcha apretando el pulsador hidráulico con su pulgar derecho y la cadena subió silenciosa. Su vuelta a la ingeniería japonesa no tenía otro motivo que esa suavidad que le obligaba a mirar el visor digital para saber la marcha en la que estaba. Afortunadamente todo estaba de su parte y el exterior de la estación permanecía desierto, acompañado por la tenue luz de un farol solar.
Aún así, decidió no seguir por la rotonda perfectamente iluminada si no cruzar directamente la carretera para acceder a la vía paralela a la misma que le llevaría al camino donde ya no habría marcha atrás. Desmontó y levantó la bici para superar el quitamiedos. Al descargarla la depositó con suavidad en el asfalto evitando el traqueteo de la cadena sobre las vainas. Montó de nuevo cada vez más decidido a no volver sobre sus pasos. La palabra ilegalidad no dejaba de sonar en el interior de su cerebro a modo de musiquilla repetitiva y machacona. Giró a izquierdas y supo que todo empezaba al ver el poste con el detector de códigos. Sin soltar las manos del manillar cruzó los dedos para que todo funcionara. No confiaba en demasía en aquel programa capaz de anular temporalmente el código de su bicicleta y, de esta manera evitar se detectado y registrado como visitante del Parque natural, lo que activaría todas las alarmas. Reprodujo en su mente el pitido característico que tantas veces había escuchado al cruzar la red inalámbrica instalada para visitar con sus hijos en las salidas organizadas a la Sierra. En esta ocasión no lo oyó. La noche permanecía callada, cómplice de su acción, de su pequeña locura. Organizada pero locura al fin y al cabo. Pronto el silencio se desvaneció, sustituido por el roce de sus cubiertas con la gravilla.
Agarró firme el manillar para enfilar la corta pero pronunciada bajada mientras sus labios dibujaban una sonrisa de satisfacción. Por un instante se vio trazando por lo que fue aquella bajada, pedregosa, con las marcas de rodadas de vehículos con motores de combustión, su cuerpo traqueado hasta alcanzar el lecho del río, encarando la rueda delantera por el único paso existente entre dos enorme cantos rodados. Pero la gran velocidad que le permitía alcanzar el firme liso y acondicionado para facilitar la entrada de los vehículos eléctricos de las brigadas le devolvió a la realidad. Discurría rápido por la pista adentrándose en la zona de preparque que tan bien conocía. En realidad, como todo lo demás, se parecía poco a lo que fue en su día. El sendero de umbría cubierto de pinos y frondosas se transformó en una ancha vereda expuesta al sol y al viento en la que se encontraban varias estaciones de bombeo de agua, terminales de recarga de baterías y numerosas telecabinas instaladas en la época dorada de la conservación dentro del sistema integrado de control de incendios que cierta empresa, ahora extinta, vendió a gobernantes pasados. Giró a derechas en un camino siempre en ascenso y al pasar una pequeña vaguada ya pudo divisar la pista principal. El camino había sido ensanchado convenientemente para el paso de los vehículos pesados de bomberos y no era ni una vulgar imitación de la pista bacheada que conocía a la perfección. Por lo menos subiría hasta el puertecillo que te acercaba al primer falso llano, su idea era tomar el camino a izquierdas una vez coronado y volver a la zona de preparque lo antes posible, pues sabía que los forestales no tardarían en completar su ronda rutinaria. Engranó el plato pequeño y apretó los dientes para afrontar el puertecillo final. La bondad del firme le permitía alzar la vista sin necesidad de estar pendiente de la trazada. A pesar de que ya entraba la noche pudo oír el graznido de las invasoras urracas que habían colonizado toda la parte baja del Parque provenientes de los campos de cultivo que rodeaban el sur de la Sierra. Al llegar arriba  del pequeño puertecillo se permitió un sorbo de agua mientras giraba a izquierdas buscando la bajada que le llevaría hasta otra urbanización que se amplió comiéndose literalmente hectáreas de preparque sin levantar grandes escándalos.
Sabía que una vez allí todo habría terminado y volvería por carretera encendiendo todos sus dispositivos luminosos como exigía la misma ley que acababa de infringir. Mientras negociaba curvas en continuo sube y baja no pudo evitar pensar en cómo se había llegado a esta situación. La cercanía a la urbe provocó la saturación de la Sierra, sobre todo los fines de semana. La gente buscaba lugares cada vez más inaccesibles, llegando hasta las zonas más elevadas, afectando a la fauna y a la vegetación y multiplicando los vertidos y sobre todo las posibilidades de incendios. La postura intermedia tomada durante una década de restringir a ciertos espacios el uso de vehículos y bicicletas no fue suficiente. Hasta que vino el desencadenante final provocado por el gran incendio que asoló más del 60% de la superficie protegida, incidiendo especialmente en las zonas más ricas en biodiversidad. Las restricciones en los parques cada vez fueron en aumento. Primero todos los vehículos a motor, luego los propulsados mecánicamente y, finalmente los de tracción animal hasta acabar con los propios seres humanos. Las entradas se limitaron a visitas guiadas muy controladas en número y poco más. La inversión en recuperar el entorno fue a parar a sistemas de seguridad instalados en el perímetro de acceso y en compañías de vigilancia forestal dejando, como siempre, a la propia naturaleza todo el esfuerzo de volver a ser lo que fue. Afrontando la última bajada podía divisar la claridad de las luces de la urbanización. Giró de nuevo a izquierdas y se dejó llevar. Pese a que el firme era liso, la gravilla y la escasa visibilidad podían jugarle una mala pasada. Intentó adoptar una postura más aerodinámica similar a los ciclistas de carretera para ganar velocidad en la última pendiente de su particular montaña rusa. El roce del viento en sus oídos le hacía evadirse por un momento de la realidad. Se dejó llevar los últimos metros hasta que notó el golpe. No fue un golpe seco. Su rueda delantera pasó por encima de algo lo suficientemente grande como para desviar su trayectoria y cruzarse en la gravilla, lanzándolo por encima del manillar. En ese instante en el que estaba suspendido en el aire esperando el choque con el suelo pudo verla cruzar indemne, perdiéndose entre la vegetación baja. Su cuerpo moteado y su larga cola no daban lugar a dudas. La gineta iniciaba su jornada de caza nocturna flirteando con ese equilibrio inestable que permite pasar de cazador a cazado en un breve instante. Del golpe no recuerda más. Cuando abrió los ojos las linternas de los guardas encogieron violentamente sus pupilas. Oía sus voces muy lejanas, en off, sin distinguir caras ni gestos. En el parte de la sanción impuesta se hablaba de violación de código identificativo de vehículos de propulsión mecánica, allanamiento de terrenos de interés público y máxima protección. Junto a la multa encontró el cargo del traslado en ambulancia y la cuota de retirada de su bicicleta del retén de la policía local.  

14 de abril de 2011

Exclusividad

-  Ese no te sirve. Tiene que ser de la misma media y por media pulgada no te entra.
-  Y, ¿porqué no es de medida estándar?.
-  Ellos lo hacen así. es como la horquilla tienes que morir a ellos o cambiar dirección, potencia y buje.
- Bueno pero ¿por lo menos tendrán repuestos?
-  Preguntaremos. Es probable que tengan pero ya te digo que serán bastante más caros que los de medida estándar.
A veces no entendía o no quería entender la obsesión cada vez más extendida de los fabricantes con usar sus propios parámetros en los componentes, saltándose a la torera los mínimos compromisos de estandarización. Pensó en lo atractivo de lo exclusivo. En el poder de la posesión del objeto frente al de la consecución del objetivo. Lo que ellos consideraban fidelización a él le sonaba a engaño. Se sentía como la mosca cuando cae en la telaraña viendo que cada movimiento significaba un paso más en su cautiverio. Decepcionado y enfadado consigo mismo se prometió no caer nunca más.

7 de abril de 2011

Dolor

 
Y si todo va tan bien,
Si todo va tan bien,
Por qué este dolor, que siento

Y si todo va tan bien,
Si todo es tan sencillo,
Por qué este vacío, que siento

Si está bien,
Si está bien,
Si es tan fácil,
Por qué duele así, por dentro

Los Planetas
Super 8 (1994)

31 de marzo de 2011

Adaptarse

Sabía que al terminar la curva a derechas e incorporarse a la circunvalación encontraría la habitual retención. Asumía resignado desde hacía años estos periodos de tiempo robados en su vida. Los tiempos muertos en el atasco convertían a los vehículos en observatorios privados desde los cuales escudriñar al vecino temporal.
Sabía que, cuando la carretera se elevase para cruzar el puente sobre el barranco, sería su momento. Al contrario que la mayoría, todos los días a esa altura su mirada se alzaba hacia el cielo buscándolo. Esta vez no lo encontró aunque era fácil de localizar. De vuelos fulgurantes pero cortos, en continuas subidas y bajadas o en suspenso aleteando rítmicamente las alas a una elevada frecuencia. Al no verlo dirigió la vista hacia la copa de un ciprés solitario, como perdido en una rotonda cercana y no pudo evitar esbozar una sonrisa de complicidad. Allí estaba orgulloso y desafiante, con su silueta altiva recortada sobre el cielo cenizo. Observando indiferente a la masa en su rutina diaria. Sobreviviendo a obras, tráfico, contaminación, ruidos y todo tipo de agresiones humanas. Sobreviviendo a toda clase de condiciones cambiantes siempre a peor. Simplemente adaptándose.

24 de marzo de 2011

El destino

El otro día, tras ver El curioso caso de Benjamin Button, resurgió en su menta aquella pregunta que siempre le fustigaba. Últimamente la había acallado con grandes dosis de hiperactividad física junto con un intencionado no mirar más allá de la semana próxima. Había acordado consigo mismo no planificar más de lo que podría hacer en los 7 días venideros y aún así, dados los cercanos y imprevisibles acontecimientos, era mucho pedir. Pero, de nuevo, tras la película de Fincher y su repetida afirmación de que no somos dueños de nuestro destino volvió a resurgir más fuerte que nunca su eterno dilema.
La responsabilidad siempre le agobiaba en exceso, su necesidad de tener atado hasta el mínimo acto le provocaba una increíble desazón, convertida en ocasiones en auténtico pavor, a la incertidumbre del futuro. Para él no existía eso de disfrutar del presente, ya que lo pasaba planificando el futuro próximo y lejano. Todo esto unido a las continuas cuestiones sobre el acierto de decisiones pasadas le sumían en un estado de intranquilidad del que no podía escaparse salvo en contados momentos. Los prolongados ratos de hastío en horario laboral abonaban el terreno en el que crecían de manera exponencial todos estos sentimientos.
Decidió luchar contra todo esto atacando el origen. Su mente enfermizamente racional era el origen de todos sus miedos pero también podría ser el arma definitiva para combatirlos. Decidió volver a su lógica de previsión semanal, pero eso no parecía suficiente. La sombra del futuro a medio plazo siempre surgía. Buscó y rebuscó un arma definitiva. ¡Ya está!. Pensó en establecer un orden de prioridades. Eso sería perfecto. Analizándolas se daría cuenta de que hoy por hoy tenía sus principales objetivos cubiertos y, eso no es poco, se repetiría para sí mismo hasta la extenuación. Sin duda esto lo tranquilizaría. Todo era cuestión de prioridades. Seguro que no cumplir la sexta o séptima prioridad no sería un drama. Tras mucho pensar, elaboró una lista que tituló “Mis prioridades: Lista provisional”. Una cosa tan importante no podía redactarse rápidamente. A partir de aquí crearía la lista definitiva, aunque con posibilidad de modificaciones conforme se fueran cumpliendo los ítems.
Cuando se dio cuenta tenía un listado con casi 30 objetivos, por estricto orden prioritario, de los que sólo cumplía los 8 primeros. A partir de ahí lograr el siguiente objetivo suponía un esfuerzo cada vez mayor, que aumentaba de manera directamente proporcional al número de cada prioridad. Cada objetivo propuesto derivaba en varios que se entrelazaba con otros y dependía de varios para su consecución, lo que provocaba que intentar lograr uno de ellos le llevara a plantearse 3 o 4 nuevos.
Cada noche, con la lista en la mesilla, se replanteaba cada punto buscando simplificar la pirámide invertida en la que se había convertido el listado, pero la gran mayoría de veces le llevaba a bucles sin salida que le obligaban a retomar y replantearse sus prioridades logradas.
Todo acabó la noche en que despertó sobresaltado con la imagen del listado fresca en su mente. Había incumplido la 6ª prioridad: Dormir bien. Cogió la lista, la hizo pedazos y la arrojó a la basura. Entonces se percató de lo complicado que resulta cambiar la naturaleza humana. Esa noche no tardaría en conciliar el sueño. Por lo menos esa noche. Mañana sería otro día. Cayó dormido pensando en que hora del día podría planificar sus próximas semanas.

17 de marzo de 2011

Vida de tortuga

Cada mañana, cuando les encendía el fluorescente que se esforzaba en ejercer de sol de categoría regional, se reafirmaba en sus ideas iniciales. Siempre había sabido que aquello no era buena idea. Desde hacía tiempo huía de mascotas y toda clase de animales domésticos y más si se trataba de aquellos que deben pasar sus vidas confinados en diminutos cubículos ya sean jaulas doradas, acuarios de diseño o cajas con interminables laberintos de tubos y ruedas de colores. Pero, como casi siempre, cedió. Sabía que aquellas diminutas tortugas no tardarían en crecer y en rebosar de sus instalaciones. Cuando las alimentaba siempre se planteaba el tipo de vida al que había condenado a estos seres, sin otra misión que comer y reproducirse –en el mejor de los casos- y sin otro aliciente que engullir más Gammarus que su rival y lograr la  mejor posición para el posterior sesteo. Le era inevitable establecer paralelismos entre la vida carcelaria animal y la vida humana. Salvando las distancias todo era lo mismo. A la libertad muy condicional impuesta en la semana laboral le seguía la libertad condicionada del fin de semana. Analizando detalladamente su situación, no pudo evitar el sobresalto al darse cuenta que, en los últimos meses, sus movimientos de fin de semana no abarcaban más de 30Km a la redonda y siempre a los mismos y archiconocidos lugares. En ocasiones no se sentía mucho más libre que los pájaros a los que dejan la puerta abierta de la jaula pero nunca salen, no ya por temor a lo desconocido sino porque desconocen la existencia del mundo exterior.  Al final, como las tortugas, todos estamos esperando a que llegue la rutinaria mano con el alimento para volver a reiniciar el ciclo de sustento sin atreverse a salir del terrario.