25 de noviembre de 2010

Bichos (I)

Sentado bajo una enorme encina centenaria, defendiéndose del implacable sol de julio, esquivaba como podía la sesión vespertina de nudos marineros, imprescindible en cualquier campamento veraniego que se precie. Con la mente ausente en mil pensamientos, por supuesto mucho más importantes que enrollar cuerdas sobre sí mismas, escarbaba cansino entre la arenilla en busca de Jacintos de Compostela, ansiado trofeo mineral para todo adolescente con aspiraciones a buen conocedor de la naturaleza.
La pétrea voz del jefe de campamento le hizo levantar la cabeza y volver al mundo real “Todos los animales han sido creados por Dios y tienen una función en la Tierra”. El motivo de tal aseveración teológica le pareció en aquellos momentos totalmente intrascendente. Tan sólo recordaba a aquella figura de mediana estatura que sobrepasaba ampliamente los cincuenta, fibroso, vestido con camisa y pantalones cortos caqui, como recién salido de un viaje espacio-temporal de los años 40, pero sobre todo era su voz de tono recio y seguro, altivo y sentenciador la que permanecía grababa en su memoria.
Y, por una vez en su vida actuó sin pensar, los músculos de su lengua se anticiparon a las conexiones sinápticas de sus neuronas aún en proceso de maduración. Sin ni siquiera levantar la mano preguntó: “¿Y qué función tienen las hormigas?”. “Pues las hormigas sirven para limpiar de restos el suelo, ya que se dedican a  llevarse todo lo que puede servirles como alimento a sus hormigueros y así dejan el monte limpio para que podamos disfrutar de él todos los hombres”.
A pesar de sus 13 años recién cumplidos apercibió la autocomplacencia del jefe de campamento ante su acertada respuesta a la irrelevante pregunta lanzada por el infante. Aquel, con ese comentario decidió dar por concluida su clase magistral de etología y reanudar la tediosa sesión de nudos marineros, convencido de su importante papel como formador de futuros hombres de provecho.
Siempre recordaba agradecido ese momento porque esas sabias palabras le sirvieron primero para reafirmar su total ateísmo y, segundo para interesarse, si cabe todavía más, por esa infinidad de seres diminutos que pueblan nuestro mundo.
Ya desde pequeño sus retinas se inundaron de infinitas imágenes de grandes mamíferos predadores y presas,  aves rapaces criando polluelos o escualos provistos de espectaculares filas de dientes. Parecía como si no existieran otros seres vivos. La megalomanía animal desde el punto de vista antropocéntrico. Se preguntaba por qué era más importante salvar al oso pardo que a Parnassius apollo. Hastiado de la enésima gacela Thompson devorada por el guepardo de turno, decidió empaparse todo lo posible sobre esos habitantes del inframundo, casi a los pies de la pirámide alimenticia. Apercibió la presencia casi ubicua de invertebrados por doquier, tanto en ambientes urbanos como rurales. Sin necesidad de grandes desplazamientos, descubría en cada piedra o charca un microhabitat distinto, accesible y tremendamente adictivo. El ciclo de la vida en directo, sin tener que esperar al documental semanal de Félix.
Se encandilaba observando las aparentemente anárquicas formaciones de las hormigas, descubrió que si seguía a una de ellas individualmente su ritmo era incesante y alocado, pero si se alejaba y tomaba un “plano general” de la hilera, siempre existía un orden caótico, pero orden al fin y al cabo, en el que se cumplían los objetivos marcados. Pasaba largos ratos siguiendo la trayectoria de las miguitas de pan que el mismo aportaba a la formación y no dejaba de asombrarse de las enormes cargas que portaban sin esfuerzo aparente.
Recuerda como todos los domingos siempre al llegar a la caseta subía el primero hacía la piscina para descubrir antes que nadie todos aquellos desafortunados seres que habían sucumbido ahogados a lo largo de la semana, con la esperanza de salvar a todo aquel que todavía se mantenía con vida. Con suerte recolectaba lepidópteros, odonatos variados, arácnidos de gran tamaño desde escorpiones hasta licósidos, como la temible araña lobo, que eran atraídos por el frescor hacia una trampa mortal.
Confeccionaba trampas con sábanas y luces a las que acudían multitud de polillas con alas de magníficos diseños y discretos colores junto a chinches y donde siempre hacía acto de presencia la inquietante mantis, formidable depredador que, para él, dejaba a la altura del betún al cansino rey de selva.

18 de noviembre de 2010

Ahogo


Ahogo: Aprieto, congoja o aflicción grande.

Buceaba sumido en sus rutinas y pensamientos, olvidándose de algo tan importante como respirar. Se encontraba a gusto, acomodado en ese medio antinatural para él, sabedor de lo efímero del momento buscó la vertical para tomar impulsó mientras sus pulmones procesaban el escaso volumen de oxígeno disponible. La violenta primera inspiración le devolvió al mundo real, recuperados sus instintos auditivo y olfativo para nada anhelados momentos antes ya que les consideraba aliados de la realidad de la que intentaba esconderse.
La capacidad del ser humano para adaptarse a casi cualquier situación o condición es sin duda su mayor logro evolutivo. En ocasiones esa adaptación era tan perfecta que le hacía sumiso y aletargado al cambio. No recuerda en qué momento decidió no recorrer la distancia que le separaba del refugio y permanecer bajo el árbol mojándose poco a poco. Seguro que fue hace una eternidad, quizás toda su vida. El genotipo aplastando al fenotipo, apoderándose de él hasta dominarlo completamente.
Quizá el exorcismo aún sea posible.

4 de noviembre de 2010

Menú


Como cada jueves de los últimos cuatro años robó unos minutos al trabajo para evitar la congestión de vehículos a la hora de comer. Estas últimas semanas unas obras habían convertido la avenida en una calle de un solo sentido lo que facilitaba su aparcamiento junto al restaurante del polígono. Eso le hacía ganar unos preciosos minutos.
Al girar la esquina su vista descendió hacia el cartel que indicaba el menú diario, el trazo firme de la tiza reflejaba la seguridad del que lleva haciendo esto mucho tiempo. Le gustaba leer durante unos segundos los platos, lo que le permitía decidirse en el trayecto hasta su mesa y le evitaba las elecciones precipitadas de última hora bajo la presión visual de la camarera de turno. Evitar la improvisación era una de sus máximas. La improvisación podía llevarle a un arroz pasado o a una tarta reseca incapaz de aguantar el paso de las horas. Por un instante un chispazo interior iluminó su rostro, la combinación elegida era conocida y de su agrado. Empujó la puerta esa sutil alegría se esfumó al comprobar que de nuevo El usurpador estaba ahí. Como las últimas semanas ocupaba su mesa. Se sentó a sus espaldas cual felino al acecho de su presa. Y saludó cortésmente al invasor mientras en su interior maldecía no haber salido unos minutos antes. Desde su posición retrasada era menos visible, lo que le acarrearía una menor atención por parte de las camareras. Por lo menos el menú era conocido. Transitaba por terreno ya explorado. Jugaba en casa aunque no en su lado favorito del campo. Enseguida notó la ausencia de las camareras habituales. Tendría que volver a explicar su bebida y su postre. Palabras baldías pasando por oídos acorazados en horas punta. Afortunadamente el local siempre se mostraba moderadamente silencioso. La maldita crisis apretaba especialmente a finales de mes con un descenso de los clientes del restaurante donde además abundaban los solitarios en mesas solitarias sin otra opción a una conversación más allá del intercambio de frases hechas de rigor con el encargado. Esperando más de la cuenta el segundo, pudo observar que su contrincante degustaba ya el café –solo como no-. Mientras vino de nuevo a su mente la reconquista de su plaza pérdida, sus manos se entretenían doblando hasta el infinito una servilleta de papel de esas cuya finura siempre le hacían plantearse que tuvieran otra utilidad que la que él les daba. Al final siempre resultaba una figura rectangular o ligeramente trapezoidal. No había necesidad para variar. Durante los escasos minutos que duró su pequeño homenaje a Gaff se dio cuenta que había estado ausente con sus pensamientos, pero cuando alzó la vista le tranquilizó observar varias miradas perdidas más. En esto el restaurante era desolador. La ausencia de televisor no daba respiro alguno para la distracción que se limitaba a escuchar conversaciones ajenas de comensales demasiado próximos con los que, con el paso del tiempo, llegabas a tener cierto roce. Tras casi cuatro años de ir a comer una vez a la semana el mayor progreso había sido abandonar el “usted” para dar la bienvenida al “tu”. Datos más íntimos como el nombre o el lugar de trabajo quedaban para futuras incursiones socializadoras para las que no estaba preparado todavía.
La ausencia de flan casero motivo el último contratiempo. El demonio de la improvisación se adueño de sus cuerdas vocales que decidieron construir la palabra pudding. Sus peores presentimientos se hicieron realidad al hincar la primera cucharada y comprobar la sequedad adquirida por la acción conjunta del paso de las horas y de la cámara frigorífica. Se preguntó porqué en el menú nunca se detallaba el postre. Este aparecía siempre de manera genérica como una incógnita  Maldita improvisación.