5 de febrero de 2014

La conquista de lo inútil


Con la desquiciada furia de un perro que ha hincado los dientes en la pierna de un ciervo ya muerto y tira del animal caído hasta el extremo de que el cazador abandona todo intento de calmarlo, se apoderó de mí una visión: la imagen de un enorme barco de vapor en una montaña. El barco que, gracias al vapor y por su propia fuerza, remonta serpenteando una pendiente empinada en la jungla, y por encima de una naturaleza que aniquila a los quejumbrosos y a los fuertes con igual ferocidad, suena la voz de Caruso, que acalla todo dolor y todo chillido de los animales de la selva y extingue el canto de los pájaros. Mejor dicho: los gritos de los pájaros, porque en este paisaje inacabado y abandonado por Dios en un arrebato de ira, los pájaros no cantan, sino que gritan de dolor, y árboles enmarañados se pelean entre sí con sus garras de gigantes, de horizonte a horizonte, entre las brumas de una creación que no llegó a completarse. Jadeantes de niebla y agotados, los árboles se yerguen en este mundo irreal, en una miseria irreal; y yo, como en la stanza de un poema en una lengua extranjera que no entiendo, estoy allí, profundamente asustado.*

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La imagen de la locura tiene tantas caras como ojos la observan. Disfrutaba de aquellas cosas que le hacían sentir vivo sin importarle lo absurdas que fueran. Las observaba desde la admiración y la envidia. Se identificaba con sus promotores y con sus ejecutores. No importaba mucho de que se tratara ni qué fin tuviera. La vida bullía en el camino para lograrlas.

Estaba atrapado en el dilema de siempre. Reaccionar o mantener el estoicismo, la pasividad, la táctica del todo pasa. De nuevo el cansancio, las nulas ganas de luchar por algo intangible, por algo que no sabía si merecería la pena. Estaba agotado de mantener la guardia, estar alerta ante cualquier tipo de amenaza en forma de comentario de pasillo, de silencio continuado, de asentimientos rutinarios. Desconocía si el origen de todo esto estaba en él mismo o en los demás, si venía de arriba o de abajo. Si sería pasajero o permanente. Andaba con pies de plomo sobre un campo minado de miradas, rumores, información puenteada y mal ambiente. Se sentía como un extraño dentro un proyecto nuevo que tantas energías e ilusiones le habían consumido, que le seguía consumiendo. Se veía como el rabo autotomizado de la lagartija que quiere parecer vivo pero tan solo está dando sus últimos coletazos para distraer al depredador. Al final todo se reducía al desencanto de la confirmación de que todo sigue igual, de la falta de criterio y de objetivos, de priorizar el continente al contenido.

Envidiaba más si cabe a esos benditos locos, a aquellos que veían con claridad meridiana el destino de su viaje y luchaban por alcanzarlo con todas sus fuerzas como si en ello les fuera la vida.

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Ya ni sentía el pie sangrante. El barco me era indiferente, no valía más que cualquier botella de cerveza rota en el barro, cualquier cable de acero retorciéndose en el suelo. No he sentido ningún dolor, ninguna alegría, ninguna excitación, ningún alivio, ninguna felicidad, no he oído ningún sonido ni espirado de alivio. Sólo la conciencia de haber hecho algo totalmente inútil, o, más exactamente, de haber penetrado en la profundidad de su reino misterioso. He visto cómo el barco, de vuelta en su elemento, se enderezaba en un suspiro perezoso. Hoy, miércoles 4 de noviembre de 1981, poco después de las doce del mediodía, hemos conseguido pasar el barco desde el río Camisea por encima de una montaña hasta el Río Urubamba. Sólo queda por informar esto: yo he participado.*

* Fragmentos de Conquista de lo inútil de Werner Herzog. 
   Biblioteca Blackie books. ISBN/978-84-940019-6-3