Eternas conversaciones de
madrugada que se olvidaban a los pocos días. Temas recurrentes que recorrían
diferentes caminos para llegar siempre a los mismos sitios. Opiniones
enfrentadas, discusiones, compromisos y acuerdos sobre cosas tan banales como
importantes. Comentarios acompañados de un repertorio de gestos y tonos que
formaban parte vital de la información transmitida. Confidencias en la penumbra
antes de la despedida. Silencios. Miradas. Pasar el tiempo. Vivir el presente gastándolo como quieras. Sin interrupciones. Vista. Olfato. Tacto. Fisicidad. Cara
a cara. Entre nosotros. Sin cámaras. Cenas mirando a sus amigos a los ojos.
Calles repletas de transeúntes con la cabeza erguida. Pasajeros mirando por la
ventanilla del tren. Derecho a olvidar. A negar la perpetua permanencia, a
pasar de puntillas sin dejar rastro, sin tener necesidad de borrar nada. A
decidir quién es el destinatario de sus palabras. A dejarlas reposar. A esperar
y a hacer esperar. Derecho a no saber. A desconocer. A ignorar. A aprender por
uno mismo. A descubrir. A la no información. A la no inmediatez. A no abarcar
todo. A ser dueño de su propia vida.
31 de agosto de 2016
19 de mayo de 2016
Profesionales
Con los ojos muy abiertos y una
expresión mezcla de incredulidad, dolor e impotencia, Vega no acertaba a emitir
más que monosílabos al intentar responder a las cuestiones formuladas por la
anestesista. Con un tono seco y mecánico la bombardeaba a preguntas
protocolizadas, ignorando las respuestas de sus padres mientras, cuatro
enfermeras al unísono abrían vías, colocaban goteros y pinchaban para extraer
sangre por enésima vez antes de bajarla a quirófano para una operación de
urgencia que, difícilmente podría enmendar el daño causado por una actitud
prepotente y un comportamiento bordeando la negligencia de algún profesional de
la medicina.
Mientras preparaban a su hija,
observaba a la anestesista, sin poder entender esa forma de actuar. La tenía a
menos de un paso de distancia, pero no la sentía. La imaginaba sentada en su
pedestal, ganado a pulso por su profesionalidad, en el Olimpo de los anestesistas.
Desde allí llegaba su voz, emitiendo frases en modo contestador automático de
encuesta telefónica. Frases que, seguro habría formulado mil veces de la misma
manera a mil personas distintas para todos menos para ella.
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El Pí de la Bassa se muere. Lo que no conseguían los años lo están
haciendo la sequía y su socio el Tomicus.
El pino carrasco monumental, a sus casi 190 años, sufre un deterioro profundo,
exteriorizado por el amarilleamiento de gran parte de sus acículas, del que difícilmente
saldrá adelante.
Se está actuando con todas las
herramientas disponibles, desde la más simple -hidratación- hasta tratamientos
con endoterapia que eliminen en insecto de su interior y permitan una
recuperación que sería casi milagrosa.
Cuando los sábados pasa junto a
él y ve su perímetro acordonado como una especie de UCI móvil, le viene a la
cabeza la imagen, vista en la prensa, de los técnicos de control de plagas
colocando las múltiples cánulas en su tronco para conseguir que la abamectina alcance
sus venas y entre en contacto mortal
con el escarabajo asesino.
Entonces piensa en vías, en
goteros y en personas asustadas a merced de profesionales y sabe que, con toda
seguridad, el viejo árbol ha sido tratado con el mimo y el cariño que a otros
en algún momento les faltó.
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Seguro que la breve estancia en la
UCI del hospital no supone más que un fugaz recuerdo para ella. En menos de 24
horas subiría de nuevo a planta por orden expresa del jefe de médicos de la
Unidad de Cuidados Intensivos que, diariamente atiende personalmente a todos
los familiares con pacientes en la Unidad, lo que no evita que les dedique todo
el tiempo necesario explicándoles todos los detalles del estado de su hija y su
evolución desde la salida del quirófano. Desde el primer momento comprobaron
que su profesionalidad no estaba reñida con su mirada directa y sincera, su trato
cercano, su amabilidad y su total disponibilidad para lo que necesitaran.
31 de marzo de 2016
Como siempre
Siente como todo vuelve. Vuelven
las palabras. Las frases. Las ganas de soltarlo todo ante un teclado. Todo es
distinto, pero igual. Distintos ojos le observan con la misma mirada de
siempre. Los mismos sentimientos. Las mismas historias. Los mismos
pensamientos. La misma calma tensa. La misma soledad a pesar de la compañía.
Todo vuelve. El tiempo circular.
La lata aplastada sobre la mesa por el manotazo de Cohle. El eterno retorno.
Cada mañana ocho galletas
cuadradas dispuestas en parejas. Dos de ellas divididas en 4 partes siempre irremediablemente
desiguales. Desiguales cada día. Cada año. Cada siempre. Los ojos color
almendra de Thor esperan cada pedacito con una mezcla perfectamente
proporcionada de ansiedad y rutina. Los perros saben contar. Por lo menos hasta
ocho.
Como todos los días la curva de
las retenciones absurdas le hace meter primera hasta detenerse. Como todos los
días gira la cabeza a su izquierda y se maravilla de la dicotomía, del
contraste de la zona ajardinada con el césped cortado a tiralíneas a la cuasi selva
de diez metros más allá, Bendice a la paradoja de las competencias
territoriales. Se vuelve a fijar en la palmera. Lleva tiempo sola. Ha visto
impotente como sus vecinas hermanas han ido sucumbiendo devoradas desde dentro
por infinitas larvas blancas y gruesas, incansables e insaciables. Ella aguanta
impertérrita. Seguirá jugando a la ruleta rusa mientras el azar le sonría. Nada
que el tiempo no puede solucionar.
Acelera. El otro lado del rio.
80. De nuevo la cola irreal e injusta. Siempre ahí. Caprichosa volatilizándose
cuando le place. Nunca en su presencia.
Durante el trayecto siempre el
mismo pensamiento. La sensación de no ser dueño de uno mismo. La sensación de
que un simple gesto, una pequeña acción, es suficiente para cambiar esa
monótona y segura inercia, como el nudo que, en apariencia aparece fuerte y
sólido pero que cuando alguien tira de él se convierte en una inofensiva línea
recta. Siente que, simplemente con un giro de volante sería suficiente para
salir del atasco y dirigirse a una carretera desierta con una larga recta donde
puede acelerar y devorar kilómetros. Por un momento llega la ilusión, el ánimo
cambia. Hasta que, de nuevo, como siempre, le envuelve la sensación de no ser
dueño de su destino. Por enésima vez surge la debilidad del peón sacrificado
por capricho de la reina y, de nuevo, como siempre, piensa en la palmera y en la
ruleta rusa.
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