Siente como todo vuelve. Vuelven
las palabras. Las frases. Las ganas de soltarlo todo ante un teclado. Todo es
distinto, pero igual. Distintos ojos le observan con la misma mirada de
siempre. Los mismos sentimientos. Las mismas historias. Los mismos
pensamientos. La misma calma tensa. La misma soledad a pesar de la compañía.
Todo vuelve. El tiempo circular.
La lata aplastada sobre la mesa por el manotazo de Cohle. El eterno retorno.
Cada mañana ocho galletas
cuadradas dispuestas en parejas. Dos de ellas divididas en 4 partes siempre irremediablemente
desiguales. Desiguales cada día. Cada año. Cada siempre. Los ojos color
almendra de Thor esperan cada pedacito con una mezcla perfectamente
proporcionada de ansiedad y rutina. Los perros saben contar. Por lo menos hasta
ocho.
Como todos los días la curva de
las retenciones absurdas le hace meter primera hasta detenerse. Como todos los
días gira la cabeza a su izquierda y se maravilla de la dicotomía, del
contraste de la zona ajardinada con el césped cortado a tiralíneas a la cuasi selva
de diez metros más allá, Bendice a la paradoja de las competencias
territoriales. Se vuelve a fijar en la palmera. Lleva tiempo sola. Ha visto
impotente como sus vecinas hermanas han ido sucumbiendo devoradas desde dentro
por infinitas larvas blancas y gruesas, incansables e insaciables. Ella aguanta
impertérrita. Seguirá jugando a la ruleta rusa mientras el azar le sonría. Nada
que el tiempo no puede solucionar.
Acelera. El otro lado del rio.
80. De nuevo la cola irreal e injusta. Siempre ahí. Caprichosa volatilizándose
cuando le place. Nunca en su presencia.
Durante el trayecto siempre el
mismo pensamiento. La sensación de no ser dueño de uno mismo. La sensación de
que un simple gesto, una pequeña acción, es suficiente para cambiar esa
monótona y segura inercia, como el nudo que, en apariencia aparece fuerte y
sólido pero que cuando alguien tira de él se convierte en una inofensiva línea
recta. Siente que, simplemente con un giro de volante sería suficiente para
salir del atasco y dirigirse a una carretera desierta con una larga recta donde
puede acelerar y devorar kilómetros. Por un momento llega la ilusión, el ánimo
cambia. Hasta que, de nuevo, como siempre, le envuelve la sensación de no ser
dueño de su destino. Por enésima vez surge la debilidad del peón sacrificado
por capricho de la reina y, de nuevo, como siempre, piensa en la palmera y en la
ruleta rusa.