Mientras se dejaba caer pista
abajo desde Tristán hasta la Masía de Ferrer, recordaba su primer
encuentro con el caserío. Sucedió un verano de hace bastantes años, cuando para
él cada salida era toda una aventura en busca de senderos inexplorados y cada
lugar descubierto significaba una pequeña conquista momentánea disfrutada con
unos momentos de soledad y unas cuantas imágenes grabadas en su memoria. Por
aquel entonces dio con la Masía por casualidad. Sin saberlo, andaba totalmente
perdido, ya que su intención inicial era bajar por la senda de la Vigueta, acabando, justo en sentido
contrario, casi en los brazos de la
Morruda.
En aquel primer casual encuentro
no lo vio. De hecho, ni sabía de su existencia. Más tarde se enteraría que,
junto al barranco que linda con la Masía
de Ferrer, había otro árbol centenario, un madroño, al que, sin razón aparente, había ignorado hasta que, por fin, se decidió a descubrirlo, aunque simplemente fuera movido por el
egoísta fin de rememorar sentimientos enterrados hace tiempo en salidas tan
previsibles como los paseos en barca de Truman por su lago de cartón piedra.
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Alguna vez él mismo se sorprendía
al descubrir ese extraño y reconfortante sentimiento de sentirse reconocido.
Pocas veces ocurría, pero no le importaba lo más mínimo. Se encontraba perfectamente
adaptado a estar siempre fuera de los focos, cada vez más ajeno a las visitas, a las
decisiones importantes. Atrincherado en la pantalla del ordenador o en la
bancada del laboratorio, no dejaba de sorprenderle la consabida retahíla de
frases hechas y poses predeterminadas siempre culminadas con la misma foto, con el
mismo escenario, con idéntica sonrisa. El esfuerzo entregado a la imagen forzada y
vacua que no se sostiene. A mantener la fachada que oculta el vacío más absoluto.
Nada más importa. Mañana ya se verá. No te preocupes.
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Al final desistió en su empeño. Giró
180 grados y volvió sobre sus rodadas buscando un sitio donde comer algo para
afrontar la subida hasta Tristán con ciertas garantías. Fue entonces cuando vio
el cartel entre unos arbustos. Allí estaba el madroño. Tuvo que observar la
fotografía y alzar la vista hasta localizarlo, con sus tres oscuras ramas
principales emergiendo entre la vegetación, pero perfectamente integrado en ella con la
armonía que dan los más de cien años de convivencia. Se le veía feliz en su vida anónima. Al observarlo,
no pudo evitar que le viniera a la mente la imagen del Pi de la Bassa agonizante, apareciendo en los medios rodeado por una
cinta de plástico blanca y roja, utilizado hasta su muerte como instrumento de
denuncia política sin que, ni su fama, ni su vistosidad, ni su popular y visitado
emplazamiento le hubieran servido de mucho.
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Otra más. De esta ni siquiera
tenía noticias. Son dos orientales perfectamente trajeados. El idioma es lo
único que cambia de una visita a otra. El antes, durante y después no varían,
aunque desde su puesto parece que empieza a notar cierto cansancio en los
gestos y en los rostros sonrientes. Un último esfuerzo para la foto final y todo
habrá acabado.