El día amanecía claro y fresco. Se levantó pronto para salir
como siempre al alba, sabedor de que a media mañana se alcanzarían temperaturas
estivales. Los vio nada más empezar a pedalear. Filas de coches aparcados con sus
remolques repletos de podencos metidos con calzador. Huestes mimetizadas que subían
la loma, nerviosas y alborotadas, con la mano en el gatillo, elevando sus
niveles de adrenalina conforme oían con mayor intensidad los disparos cercanos.
Como siempre demasiado cercanos. Como cada año ignorando las reglas de lo que para unos es un juego, para
otros un negocio y para los más una exhibición de la soberana estupidez humana,
de la reafirmación del ser superior, del desahogo de unas mentes vacías incapaces
de llenar su vida con algo diferente al primitivismo desposeído de necesidad
alimenticia alguna y, por tanto carente de toda justificación. Todo reducido a la macabra competición de matar más, de
matar mejor. Una competición en la que todo vale y en la que ellos ponen las reglas y las demás las acatamos.
Enfiló la primera cuesta de asfalto con miedo, agachado en
la bicicleta, pedaleando duro para que acabara lo antes posible, escuchando decenas de disparos
por todas partes. Se preguntaba a sí mismo que era esto. Hablaba en voz
alta. Maldecía a todos. A las personas, a los perros y al 12 de octubre. Sobre
todo al 12 de octubre. Maldita fecha. Otoño infernal. Estación de acceso
restringido. Por una vez deseaba regresar cuanto antes a la seguridad del refugio, al coto privado de vida en el que por
decreto de unos pocos han convertido las zonas urbanas.
Oídos sordos y bocas calladas. El negocio debe continuar.