13 de octubre de 2011

Futuro perfecto de subjuntivo


El edificio no destacaba especialmente. Era uno más sumergido en un mar de bloques de cristal y cemento lastrado en su funcionalidad en aras de una lucha por el diseño más innovador que tenía perdida de antemano. Como casi siempre llegó pronto y se dedicó a observar el movimiento del parque empresarial. Parecía que todo seguía como hace años pero hasta él pudo apercibir el ritmo cansino, el menor flujo de vehículos y de ejecutivos trajeados a primera hora de la mañana, los abundantes edificios vacíos sin estrenar condecorados eufemísticamente con el cartel de disponible. Se cumplió la hora de la cita. Permaneció en la entrada, intranquilo caminando de un lado a otro, confirmando sus sospechas de la impuntualidad reinante en este país. Por fin aparecieron, restando importancia a la firma y a sus instalaciones. En la entrada de doble puerta acristalada un hombre introducía su código de acceso para pasar. El conserje avisó a los anfitriones de nuestra presencia. Las estancias eran luminosas y diáfanas como queriendo demostrar la transparencia de la compañía. El lugar respiraba trabajo, trasiego de personas cargadas con documentos o hablando por teléfono pero a su vez emanaba un ambiente de calma y silencio que invitaba a no alzar la voz.
El primer contacto tuvo lugar en una sencilla pero agradable sala, como siempre, se sentía incómodo en estas reuniones en las que tenía que medir sus palabras sin saber cómo ni cuándo. Había aprendido a jugar con los silencios sin parecer un estúpido pero eso no evitaba que se sintiera como tal cada vez que lo hacía. La regla número uno decía que no se podía eclipsar al jefe. De nuevo realizó ese ejercicio comparativo de manera casi automática. En frente las ideas claras, las funciones definidas y delimitadas, los deberes hechos antes que nada. A su lado la improvisación, el comadreo y las incoherencias que, casi siempre, eran recibidas por la otra parte con un cruce de miradas seguido de un silencio revelador por la otra parte. Él había desarrollado un instinto básico para detectar estas reacciones, se distraía buscándolas y se desesperaba al encontrarlas. Finalmente, como norma, las buenas intenciones se diluían en un sinfín de correos electrónicos, de preguntas sin respuestas concretas, de medias verdades y medias mentiras que le obligaban a tirar del hilo y repasar sus frases escritas para evitar caer en incómodas contradicciones. Muchas veces se imaginaba al otro lado de la mesa oyendo ese monólogo y preguntándose qué era eso. Se veía integrado en una organización, formando parte de una estructura con una función determinada y necesaria para el funcionamiento de la misma. Podía hasta sentir el trabajo en equipo, las reuniones, los proyectos de futuro, los objetivos, la planificación de las acciones…

Tras la despedida sabía que llegarían los comentarios y las valoraciones. Siempre tenía la esperanza de que hubiera una segunda oportunidad. Una nueva ocasión para poder demostrar algo, para poder aportar algo más que palabrería y autocomplacencia. Cada día que pasaba y esa oportunidad se perdía se sentía un poco más hundido, un poco más atado, un poco más resignado a su suerte. Giró la cabeza y volvió a fijarse en la fachada exterior acristalada que reflejaba el asfalto de la calle y los vehículos aparcados.

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