El edificio no destacaba especialmente. Era uno más
sumergido en un mar de bloques de cristal y cemento lastrado en su
funcionalidad en aras de una lucha por el diseño más innovador que tenía
perdida de antemano. Como casi siempre llegó pronto y se dedicó a observar el
movimiento del parque empresarial. Parecía que todo seguía como hace años pero
hasta él pudo apercibir el ritmo cansino, el menor flujo de vehículos y de
ejecutivos trajeados a primera hora de la mañana, los abundantes edificios
vacíos sin estrenar condecorados eufemísticamente con el cartel de disponible. Se cumplió la hora de la
cita. Permaneció en la entrada, intranquilo caminando de un lado a otro,
confirmando sus sospechas de la impuntualidad reinante en este país. Por fin
aparecieron, restando importancia a la firma y a sus instalaciones. En la
entrada de doble puerta acristalada un hombre introducía su código de acceso
para pasar. El conserje avisó a los anfitriones de nuestra presencia. Las
estancias eran luminosas y diáfanas como queriendo demostrar la transparencia
de la compañía. El lugar respiraba trabajo, trasiego de personas cargadas con
documentos o hablando por teléfono pero a su vez emanaba un ambiente de calma y
silencio que invitaba a no alzar la voz.
El primer contacto tuvo lugar en una sencilla pero agradable
sala, como siempre, se sentía incómodo en estas reuniones en las
que tenía que medir sus palabras sin saber cómo ni cuándo. Había aprendido a
jugar con los silencios sin parecer un estúpido pero eso no evitaba que se
sintiera como tal cada vez que lo hacía. La regla número uno decía que no se
podía eclipsar al jefe. De nuevo realizó ese ejercicio comparativo de manera
casi automática. En frente las ideas claras, las funciones definidas y
delimitadas, los deberes hechos antes que nada. A su lado la improvisación, el
comadreo y las incoherencias que, casi siempre, eran recibidas por la otra parte con un cruce de
miradas seguido de un silencio revelador por la otra parte. Él había
desarrollado un instinto básico para detectar estas reacciones, se distraía
buscándolas y se desesperaba al encontrarlas. Finalmente, como norma, las
buenas intenciones se diluían en un sinfín de correos electrónicos, de
preguntas sin respuestas concretas, de medias verdades y medias mentiras que
le obligaban a tirar del hilo y repasar sus frases escritas para evitar caer en
incómodas contradicciones. Muchas veces se imaginaba al otro lado de la mesa oyendo ese
monólogo y preguntándose qué era eso. Se veía integrado en una organización,
formando parte de una estructura con una función determinada y necesaria para
el funcionamiento de la misma. Podía hasta sentir el trabajo en equipo, las
reuniones, los proyectos de futuro, los objetivos, la planificación de las
acciones…
Tras la despedida sabía que llegarían los comentarios y las
valoraciones. Siempre tenía la esperanza de que hubiera una segunda
oportunidad. Una nueva ocasión para poder demostrar algo, para poder aportar
algo más que palabrería y autocomplacencia. Cada día que pasaba y esa
oportunidad se perdía se sentía un poco más hundido, un poco más atado, un poco
más resignado a su suerte. Giró la cabeza y volvió a fijarse en la fachada
exterior acristalada que reflejaba el asfalto de la calle y los vehículos
aparcados.
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