Los tres comprimidos permanecían perfectamente alineados,
casi camuflados entre el color blanco de la mesa de la cocina. Tres cápsulas,
inertes, aparentemente inofensivas, con quien sabe qué combinaciones de
elementos de la tabla periódica, unidos por enlaces de todo tipo y condición a coadyuvantes,
emulgentes, estabilizantes, saborizantes y demás aditivos inocuos a la vez que
altamente recomendables para mejorar su posología. Evitaba leer los prospectos,
sabedor de que no le ayudaría en nada. Conocía perfectamente la mecánica de la
puesta en el mercado de otros tipos de productos químicos. Las fichas de
seguridad con todos los posibles efectos nocivos y sus consecuencias. Las advertencias y contraindicaciones. Sabía
que no tenía más remedio, tras esperar una semana y comprobar que el dolor no
remitía, tuvo que claudicar. Era fácil, sólo debía seguir el tratamiento y
engullir metódicamente esas píldoras durante los próximos diez días y esperar
que el dolor desapareciera.
Así, mientras la impresora laser de la consulta vomitaba las
recetas, no podía quitarse de la cabeza la escena en la que House, encarcelado, montaba un pequeño
incendio para poder apropiarse de unas cuantas pastillas de vicodina. Se veía a
sí mismo condenado a la convivencia diaria con antiinflamatorios, antibióticos,
protectores estomacales y toda una pléyade de formulados con múltiples efectos
secundarios, conocidos o no, que acabarían con sus escasos órganos vitales
todavía saludables.
- ¿Pero qué haces mirando las pastillas?
- No sé yo si tomármelas…
- Pero si es un antibiótico y un ibuprofeno…luego te pasas
el día en el trabajo rodeado de productos químicos y comes cualquier porquería
por ahí…anda trágatelas que ya te vale.