8 de noviembre de 2012

Bichos (IV)

El todoterreno avanzaba despacio, renqueante, casi atrancado en el suelo de arena blanca y seca. Carlos conducía sin inmutarse por los continuos deslizamientos del tren trasero que culeaba ante el mínimo giro del volante. Tras coronar una loma, iniciaron un descenso hacia una quebrada donde las casas se distribuyen aleatoriamente, aparentemente sin ninguna otra razón más importante que la decisión del dueño de la vivienda de construirla en un lugar determinado. Se había acostumbrado a caminar largos trechos sobre este suelo arenoso para completar vivienda a vivienda cada comunidad. La rutina de las inspecciones era de todo menos rutina. Siempre era igual pero siempre era distinto. Las presentaciones al capitán de la comunidad, las sonrisas de los niños, la mirada cansada de los ancianos, las casas humildes con una única estancia, destartaladas con las paredes de adobe, encaladas o no, los techos de palma o como mucho de calamina, el peculiar olor a maíz fermentado, a animales, a humo. La sopa a mediodía. La ropa amontonada  encima de la única cama. Los incontables cacharros para acumular agua repletos de larvas de mosquitos. Los trojes de maíz. El maní acumulado en sacos. El ofrecimiento sincero de sus habitantes. La bienvenida. El gesto de generosidad del que comparte todo lo que tiene con el desconocido. Todo siempre igual.
Observan, parados, en un silencioso y humilde segundo plano, como revisan sus casas, sus pertenencias en busca del insecto causante de una parte de sus males. Males endémicos y soterrados. Olvidados para el resto del mundo, enfrascado en una lucha de estadísticas y cifras que manejarán a su antojo para su propio interés.
Resignación. Miradas incrédulas. Otro que viene. Otro más que vendrá y pasará. Acostumbrados a las promesas incumplidas, a la desidia y al abandono por parte de gobernantes lejanos y cercanos. Obligados a la subsistencia diaria. Observan con pasividad como se va cumpliendo el protocolo de actuación, las recolecciones, las anotaciones, las fotografías. No protestan. Rara vez piden algo. Se han acostumbrado a la presencia del vector. Conviven noche y día con él. Despiertan y lo ven, hinchado de sangre, intentando trepar torpemente por la pared blanquecina. Lo aplastan con desesperanza, sabiendo que a la mañana siguiente habrá otro igual de hinchado con su sangre o la sangre de sus hijos. Otro más capaz de transmitir el parásito. Otra oportunidad más. Otro número para jugar a la lotería de la enfermedad. Esa que no se ve, que no se manifiesta hasta años después. Invisible y olvidada como ellos.

2 comentarios:

Pedro Bonache dijo...

El mal de chagas, ¿no...?, muchas veces me pregunto si en la prehistoria, si en el neolitico o si los ultimos clanes cazadores-recolectores llegaron a vivir rodeados de esa miseria, sin mas recursos que la caridad y que los donativos de la civilización.
Quizas hemos creado una especie de prehistoria humillante y putrefacta que nos acompaña pese a los paseos de las sondas por el espacio exteriorpara gozo y extasis de cientificos y astrologos.

Tercera persona dijo...

Si Pedro, el mal de Chagas. Una de tantas enfermedades olvidadas.
Lo que comentas es bien cierto. Hasta ellos se están acostumbrado a esa "caridad" del "Primer Mundo" y esto es lo realmente peligroso.