2 de febrero de 2017

Simbolismos


Hacía un viento fuerte y racheado que jugueteaba con él, zarandeándolo de un lado a otro de la pista. Avanzaba con infinita paciencia con la barbilla casi tocando el manillar, buscando exponer la mínima superficie corporal.

Quería verlo por última vez antes de que se lo llevaran. Cuando tomó la carretera de asfalto rugoso que lleva a la Cartuja, el viento amainó de repente, como si quisiera disculparse por haber sido el culpable de tumbarlo. Yacía desnudo, desprovisto de todo. Amputado y lleno de cortes, como anticipando la inevitable autopsia. Al verlo, le vino a la mente esas fotos de caza mayor donde la mirada hacia el infinito de la víctima aún refleja el absurdo de todo.

Meses atrás parecía que todas las fuerzas de la naturaleza se habían unido para acabar con él. Miríadas de insectos perforadores, sequías extremas, el paso de los años, la vejez…todos y cada uno de ellos eran señalados por el dedo acusador como una alianza mortal contra la que no se pudo hacer nada. Ese mismo dedo, había permanecido años quieto, acomodado, dedicado a otras prioridades de mayor repercusión mediática, sin prestarle a él ni a los otros miembros de la cada vez más reducida familia de los árboles monumentales, la más mínima atención, sin voluntad o capacidad alguna de prever ni de anticipar nada. Entre todos lo mataron y el sólo se murió.

Subió hacia Potrillos atravesando riachuelos improvisados creados por las últimas lluvias. Arriba volvió el viento, que arreciaba todavía más en el Castell de Serra. Buscó un poco de calma en L’Ombria, donde un grupo de petirrojos iba y venía revoloteando con descaro alrededor de la fuente solo interrumpidos por la llegada de un mirlo que parecía querer poner algo de orden en aquel recreo.

La vida sigue. 

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