Hacía un viento fuerte y racheado
que jugueteaba con él, zarandeándolo de un lado a otro de la pista. Avanzaba
con infinita paciencia con la barbilla casi tocando el manillar, buscando
exponer la mínima superficie corporal.
Quería verlo por última vez antes
de que se lo llevaran. Cuando tomó la carretera de asfalto rugoso que lleva a
la Cartuja, el viento amainó de
repente, como si quisiera disculparse por haber sido el culpable de tumbarlo. Yacía
desnudo, desprovisto de todo. Amputado y lleno de cortes, como anticipando la inevitable
autopsia. Al verlo, le vino a la mente esas fotos de caza mayor donde la mirada
hacia el infinito de la víctima aún refleja el absurdo de todo.
Meses atrás parecía que todas las
fuerzas de la naturaleza se habían unido para acabar con él. Miríadas de
insectos perforadores, sequías extremas, el paso de los años, la vejez…todos y
cada uno de ellos eran señalados por el dedo acusador como una alianza mortal
contra la que no se pudo hacer nada. Ese mismo dedo, había permanecido años
quieto, acomodado, dedicado a otras prioridades de mayor repercusión mediática,
sin prestarle a él ni a los otros miembros de la cada vez más reducida familia
de los árboles monumentales, la más mínima atención, sin voluntad o capacidad alguna
de prever ni de anticipar nada. Entre todos lo mataron y el sólo se murió.
Subió hacia Potrillos atravesando riachuelos improvisados creados por las
últimas lluvias. Arriba volvió el viento, que arreciaba todavía más en el Castell de Serra. Buscó un poco de calma
en L’Ombria, donde un grupo de
petirrojos iba y venía revoloteando con descaro alrededor de la fuente solo
interrumpidos por la llegada de un mirlo que parecía querer poner algo de orden
en aquel recreo.
La vida sigue.