Siempre pensó que el tópico ese de los 40 no era más que eso, un tópico. Escuchaba con cierta suficiencia los comentarios inquietos de conocidos respecto a la vida pasada y, sobre todo, a la vida futura. Sabedores de que la balanza entre el tiempo vivido –bien o mal- y el que queda por gastar, está tan sólo un suspiro en equilibrio para desnivelarse definitiva e irremediablemente hacia la cuesta abajo de su existencia.
De repente, un día esa indiferencia fue sustituida por una discreta pero constante ansiedad. Tras sobrepasar los 40 se apercibió de que, casi todos los días tenía en su pensamiento la palabra maldita: tiempo. De pronto todo empezó a girar en torno al mejor aprovechamiento del reloj. Sus días transcurrían inquietos en el trabajo, como gato encerrado y frenéticos en su tiempo libre. Su planificación era excelente y, mientras cumplía sus objetivos la tranquilidad volvía a su interior al menos hasta la jornada siguiente. Sin embargo, cuando por algún motivo, le era imposible realizar todas las tareas programadas, le invadía una constante desazón que le perseguía hasta su lecho y le impedía conciliar el sueño. Durante esas noches de vigilia se repetía una y otra vez la idea tan fantástica como utópica de dejar que la vida fluya y disfrutar del paisaje, de olvidarse de las metas y del reloj, de disfrutar del instante presente, en una palabra, de vivir. Pero estas ideas eran rápidamente aplastadas, hundidas, reducidas a la nada por sus ansias y sus inquietudes, hasta que, cada noche al acostarse caía rendido en el enésimo cambio de posición pensando en Roy Batty y en cómo aprovechar el tiempo al día siguiente.
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