Sentado bajo una enorme encina centenaria, defendiéndose del implacable sol de julio, esquivaba como podía la sesión vespertina de nudos marineros, imprescindible en cualquier campamento veraniego que se precie. Con la mente ausente en mil pensamientos, por supuesto mucho más importantes que enrollar cuerdas sobre sí mismas, escarbaba cansino entre la arenilla en busca de Jacintos de Compostela, ansiado trofeo mineral para todo adolescente con aspiraciones a buen conocedor de la naturaleza.
La pétrea voz del jefe de campamento le hizo levantar la cabeza y volver al mundo real “Todos los animales han sido creados por Dios y tienen una función en la Tierra”. El motivo de tal aseveración teológica le pareció en aquellos momentos totalmente intrascendente. Tan sólo recordaba a aquella figura de mediana estatura que sobrepasaba ampliamente los cincuenta, fibroso, vestido con camisa y pantalones cortos caqui, como recién salido de un viaje espacio-temporal de los años 40, pero sobre todo era su voz de tono recio y seguro, altivo y sentenciador la que permanecía grababa en su memoria.
Y, por una vez en su vida actuó sin pensar, los músculos de su lengua se anticiparon a las conexiones sinápticas de sus neuronas aún en proceso de maduración. Sin ni siquiera levantar la mano preguntó: “¿Y qué función tienen las hormigas?”. “Pues las hormigas sirven para limpiar de restos el suelo, ya que se dedican a llevarse todo lo que puede servirles como alimento a sus hormigueros y así dejan el monte limpio para que podamos disfrutar de él todos los hombres”.
A pesar de sus 13 años recién cumplidos apercibió la autocomplacencia del jefe de campamento ante su acertada respuesta a la irrelevante pregunta lanzada por el infante. Aquel, con ese comentario decidió dar por concluida su clase magistral de etología y reanudar la tediosa sesión de nudos marineros, convencido de su importante papel como formador de futuros hombres de provecho.
Siempre recordaba agradecido ese momento porque esas sabias palabras le sirvieron primero para reafirmar su total ateísmo y, segundo para interesarse, si cabe todavía más, por esa infinidad de seres diminutos que pueblan nuestro mundo.
Ya desde pequeño sus retinas se inundaron de infinitas imágenes de grandes mamíferos predadores y presas, aves rapaces criando polluelos o escualos provistos de espectaculares filas de dientes. Parecía como si no existieran otros seres vivos. La megalomanía animal desde el punto de vista antropocéntrico. Se preguntaba por qué era más importante salvar al oso pardo que a Parnassius apollo. Hastiado de la enésima gacela Thompson devorada por el guepardo de turno, decidió empaparse todo lo posible sobre esos habitantes del inframundo, casi a los pies de la pirámide alimenticia. Apercibió la presencia casi ubicua de invertebrados por doquier, tanto en ambientes urbanos como rurales. Sin necesidad de grandes desplazamientos, descubría en cada piedra o charca un microhabitat distinto, accesible y tremendamente adictivo. El ciclo de la vida en directo, sin tener que esperar al documental semanal de Félix.
Se encandilaba observando las aparentemente anárquicas formaciones de las hormigas, descubrió que si seguía a una de ellas individualmente su ritmo era incesante y alocado, pero si se alejaba y tomaba un “plano general” de la hilera, siempre existía un orden caótico, pero orden al fin y al cabo, en el que se cumplían los objetivos marcados. Pasaba largos ratos siguiendo la trayectoria de las miguitas de pan que el mismo aportaba a la formación y no dejaba de asombrarse de las enormes cargas que portaban sin esfuerzo aparente.
Recuerda como todos los domingos siempre al llegar a la caseta subía el primero hacía la piscina para descubrir antes que nadie todos aquellos desafortunados seres que habían sucumbido ahogados a lo largo de la semana, con la esperanza de salvar a todo aquel que todavía se mantenía con vida. Con suerte recolectaba lepidópteros, odonatos variados, arácnidos de gran tamaño desde escorpiones hasta licósidos, como la temible araña lobo, que eran atraídos por el frescor hacia una trampa mortal.
Confeccionaba trampas con sábanas y luces a las que acudían multitud de polillas con alas de magníficos diseños y discretos colores junto a chinches y donde siempre hacía acto de presencia la inquietante mantis, formidable depredador que, para él, dejaba a la altura del betún al cansino rey de selva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario