Como cada jueves de los últimos cuatro años robó unos minutos al trabajo para evitar la congestión de vehículos a la hora de comer. Estas últimas semanas unas obras habían convertido la avenida en una calle de un solo sentido lo que facilitaba su aparcamiento junto al restaurante del polígono. Eso le hacía ganar unos preciosos minutos.
Al girar la esquina su vista descendió hacia el cartel que indicaba el menú diario, el trazo firme de la tiza reflejaba la seguridad del que lleva haciendo esto mucho tiempo. Le gustaba leer durante unos segundos los platos, lo que le permitía decidirse en el trayecto hasta su mesa y le evitaba las elecciones precipitadas de última hora bajo la presión visual de la camarera de turno. Evitar la improvisación era una de sus máximas. La improvisación podía llevarle a un arroz pasado o a una tarta reseca incapaz de aguantar el paso de las horas. Por un instante un chispazo interior iluminó su rostro, la combinación elegida era conocida y de su agrado. Empujó la puerta esa sutil alegría se esfumó al comprobar que de nuevo El usurpador estaba ahí. Como las últimas semanas ocupaba su mesa. Se sentó a sus espaldas cual felino al acecho de su presa. Y saludó cortésmente al invasor mientras en su interior maldecía no haber salido unos minutos antes. Desde su posición retrasada era menos visible, lo que le acarrearía una menor atención por parte de las camareras. Por lo menos el menú era conocido. Transitaba por terreno ya explorado. Jugaba en casa aunque no en su lado favorito del campo. Enseguida notó la ausencia de las camareras habituales. Tendría que volver a explicar su bebida y su postre. Palabras baldías pasando por oídos acorazados en horas punta. Afortunadamente el local siempre se mostraba moderadamente silencioso. La maldita crisis apretaba especialmente a finales de mes con un descenso de los clientes del restaurante donde además abundaban los solitarios en mesas solitarias sin otra opción a una conversación más allá del intercambio de frases hechas de rigor con el encargado. Esperando más de la cuenta el segundo, pudo observar que su contrincante degustaba ya el café –solo como no-. Mientras vino de nuevo a su mente la reconquista de su plaza pérdida, sus manos se entretenían doblando hasta el infinito una servilleta de papel de esas cuya finura siempre le hacían plantearse que tuvieran otra utilidad que la que él les daba. Al final siempre resultaba una figura rectangular o ligeramente trapezoidal. No había necesidad para variar. Durante los escasos minutos que duró su pequeño homenaje a Gaff se dio cuenta que había estado ausente con sus pensamientos, pero cuando alzó la vista le tranquilizó observar varias miradas perdidas más. En esto el restaurante era desolador. La ausencia de televisor no daba respiro alguno para la distracción que se limitaba a escuchar conversaciones ajenas de comensales demasiado próximos con los que, con el paso del tiempo, llegabas a tener cierto roce. Tras casi cuatro años de ir a comer una vez a la semana el mayor progreso había sido abandonar el “usted” para dar la bienvenida al “tu”. Datos más íntimos como el nombre o el lugar de trabajo quedaban para futuras incursiones socializadoras para las que no estaba preparado todavía.
La ausencia de flan casero motivo el último contratiempo. El demonio de la improvisación se adueño de sus cuerdas vocales que decidieron construir la palabra pudding. Sus peores presentimientos se hicieron realidad al hincar la primera cucharada y comprobar la sequedad adquirida por la acción conjunta del paso de las horas y de la cámara frigorífica. Se preguntó porqué en el menú nunca se detallaba el postre. Este aparecía siempre de manera genérica como una incógnita Maldita improvisación.
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