Aquel día decidieron que el paseo vespertino sería en sentido contrario al habitual. En vez de recorrer el atestado paseo marítimo subirían hasta el faro. Tras casi 30 años de repetir destino estival, conocía cada calle y casi hasta cada roca de la playa. Las sorpresas se reducían a las contadas novedades en los platos del menú diario o a alguna actuación nocturna si coincidían con la semana festiva de la localidad. Ese año ni siquiera eso. Se contentó pensando que, ascendiendo por la prolongación del paseo por lo menos disfrutarían de la ligera brisa marina en otra noche sofocante de un verano monótono hasta en lo climatológico.
La acera enlosada del paseo moría al comenzar la ascensión para dejar paso al asfalto de la carretera que tan sólo quedaba separado del mar por los típicos muretes discontínuos que servían de asiento a los monótonos andadores turistas. La carretera ascendía sin descanso hasta llegar a la misma torre del faro. Siempre que giraba la primera curva a izquierdas no podía evitar mirar hacia abajo y ver como rompían las olas contra las rocas. Tenía grabada en la retina la imagen de los pescadores de dorados con sus larguísimas cañas con sedales de acero imposibles de cortar que terminaban en anzuelos múltiples a los que enganchaban generalmente sardinas u otras especies de similar tamaño. Pero lo que realmente le entusiasmaba era observar a estos formidables peces una vez capturados nadar en los charcos formados en las rocas, conservando toda su gallardía a pesar de tener el anzuelo clavado en la boca y de haber planteado una auténtica lucha de fuerza de la que, muchas veces, salían victoriosos.
Ese día, mientras se asomaba por enésima vez a las rocas, se sorprendió a sí mismo contándole esta historia a su hija mientras en su mente recordaba cómo años antes su padre le contaba otras a él en ese mismo lugar, sabedores ambos de que muchas cosas nunca más se repetirán.
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