Iba haciendo eses por
el corto tramo asfaltado inicial, tratando de esquivar decenas de caracoles a
los que veía entusiasmados tratando de cruzar la carretera intentando
aprovechar la tregua ofrecida por la lluvia tras el amanecer. Ejemplares de
todos los tamaños y colores se lanzaban a lo desconocido en una empresa un
tanto absurda como esperando encontrar la tierra prometida al otro lado del
asfalto.
Había decidido salir a pesar de las altas probabilidades de
lluvia y no se equivocó. La meteorología le dio un respiro y decidió
aprovecharlo para comprobar una vez más como caminos mil veces transitados
parecen nuevos, transformados. Para comprobar como el agua borraba toda huella
humana y la sustituía por la suya. Era como si la Pachamama se hubiera hartado de tanta agua y rezumara por los
cuatro costados, dejando charcos y pequeños riachuelos a discreción que debían
ser atravesados con la emoción de la incertidumbre de no saber si seguiría seco
o por el contrario acabaría rebozado en tonos marrones rojizos tan de moda esta
temporada. Subía cansinamente el Portixol
y escuchaba risas y palabras de otros ciclistas que conversaban emocionados por
afrontar estos pequeños retos, sintiéndose niños por unas horas y disfrutando
de estos momentos antes de volver a la monotonía semanal.
Sonreía al pensar que no estaba solo, que había más gente
como él y que la Sierra les acogía con los brazos abiertos. Antes de coronar no
pudo evitar girar la cabeza y los vio iniciando la ascensión en grupo,
retorciéndose, buscando el pedaleo más adecuado, avanzando cada uno a su ritmo,
enfrascados en la absurda empresa de subir una montaña para bajarla de nuevo a
las pocas horas, casi como caracoles multicolores en busca de su tierra
prometida.