El todoterreno avanzaba despacio, renqueante, casi atrancado
en el suelo de arena blanca y seca. Carlos conducía sin inmutarse por los
continuos deslizamientos del tren trasero que culeaba ante el mínimo giro del
volante. Tras coronar una loma, iniciaron un descenso hacia una quebrada donde las
casas se distribuyen aleatoriamente, aparentemente sin ninguna otra razón más
importante que la decisión del dueño de la vivienda de construirla en un lugar
determinado. Se había acostumbrado a caminar largos trechos sobre este suelo
arenoso para completar vivienda a vivienda cada comunidad. La rutina de las
inspecciones era de todo menos rutina. Siempre era igual pero siempre era distinto.
Las presentaciones al capitán de la comunidad, las sonrisas de los niños, la
mirada cansada de los ancianos, las casas humildes con una única estancia, destartaladas
con las paredes de adobe, encaladas o no, los techos de palma o como mucho de
calamina, el peculiar olor a maíz fermentado, a animales, a humo. La sopa a
mediodía. La ropa amontonada encima de
la única cama. Los incontables cacharros para acumular agua repletos de larvas
de mosquitos. Los trojes de maíz. El maní acumulado en sacos. El ofrecimiento
sincero de sus habitantes. La bienvenida. El gesto de generosidad del que
comparte todo lo que tiene con el desconocido. Todo siempre igual.
Observan, parados, en un silencioso y humilde segundo plano,
como revisan sus casas, sus pertenencias en busca del insecto causante de una
parte de sus males. Males endémicos y soterrados. Olvidados para el resto del
mundo, enfrascado en una lucha de estadísticas y cifras que manejarán a su
antojo para su propio interés.
Resignación. Miradas incrédulas. Otro que viene. Otro más
que vendrá y pasará. Acostumbrados a las promesas incumplidas, a la desidia y
al abandono por parte de gobernantes lejanos y cercanos. Obligados a la
subsistencia diaria. Observan con pasividad como se va cumpliendo el protocolo
de actuación, las recolecciones, las anotaciones, las fotografías. No
protestan. Rara vez piden algo. Se han acostumbrado a la presencia del vector.
Conviven noche y día con él. Despiertan y lo ven, hinchado de sangre,
intentando trepar torpemente por la pared blanquecina. Lo aplastan con
desesperanza, sabiendo que a la mañana siguiente habrá otro igual de hinchado
con su sangre o la sangre de sus hijos. Otro más capaz de transmitir el
parásito. Otra oportunidad más. Otro número para jugar a la lotería de la
enfermedad. Esa que no se ve, que no se manifiesta hasta años después.
Invisible y olvidada como ellos.
2 comentarios:
El mal de chagas, ¿no...?, muchas veces me pregunto si en la prehistoria, si en el neolitico o si los ultimos clanes cazadores-recolectores llegaron a vivir rodeados de esa miseria, sin mas recursos que la caridad y que los donativos de la civilización.
Quizas hemos creado una especie de prehistoria humillante y putrefacta que nos acompaña pese a los paseos de las sondas por el espacio exteriorpara gozo y extasis de cientificos y astrologos.
Si Pedro, el mal de Chagas. Una de tantas enfermedades olvidadas.
Lo que comentas es bien cierto. Hasta ellos se están acostumbrado a esa "caridad" del "Primer Mundo" y esto es lo realmente peligroso.
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