1 de abril de 2013

De perros y hombres



¡Vencejos!. Anochecía en Accra y, por un momento, creyó verlos. Siluetas lejanas volando silenciosamente en el cielo oscuro y limpio. Era imposible, pero estaban ahí, perfiles negros y majestuosos volando al atardecer. Los veía ocupando todo el firmamento como aquellas imágenes de los bombarderos de la Segunda Guerra Mundial. Pronto cayó en la cuenta. No era más que otra traición de su subconsciente. Otra imagen creada de lo familiar, de lo cercano, para reconfortar su cuerpo y su mente tan alejadas aquellos días de sus lugares cotidianos, de sus pequeños y seguros mundos. Sus ojos engañados tuvieron la oportunidad de observar un espectáculo grandioso, otro más, en estos días de aprendizaje. Miles de murciélagos frugívoros volaban cada atardecer a sus lugares de reposo, cruzando la ciudad, como si esta no existiera, como si estuvieran por encima del bien y del mal, por encima de las leyes del hombre. Igual que hacían esas avecillas negras protagonistas como el que más de las historias, las reflexiones y las historias que le acompañaban cada noche antes de caer rendido al sueño en esa tierra que le exigía tanto pero a su vez tanto le daba.


Leía con avidez y cansancio y, desde el comienzo, con la extraña y novedosa sensación del que lee algo conociendo al autor, sabiendo de sus inquietudes y de sus vivencias. Leía y encontraba paralelismos en historias ya escritas en su cuaderno de bitácora , o escuchadas de su propia voz, siempre apasionada y sincera. Se maravillaba del detalle, de la descripción minuciosa de tierras, costumbres, lugares y personas, que le transportaban a esos espacios abiertos, aparentemente vacíos pero a su vez llenos de silencios y de sonidos ancestrales, de naturaleza salvaje y de naturaleza antropizada, de vida y de muerte. Historias que le hacían sentir la alegría del niño que descubre otra vida, otro mundo, que aceleraban su corazón con las carreras bajo la lluvia, que le permitían sentir cada una de las vértebras de los perros en las yemas de sus dedos. Que le hacían sufrir con la agonía de los galgos en el Muladar, que le mostraban la serenidad del que afronta la muerte de la manera más digna que conoce o, vivir la emoción al ver la primera engalgada.

Historias que veía como una bella senda salpicada de arbustos, de exuberante vegetación por la que avanzaba de manera lenta pero segura, deleitándose en su contemplación a cada paso y que le conducía hasta una historia de hombres contada a través de su entorno, de sus animales, de sus relaciones con la naturaleza. Una historia de recuerdos y, sobre todo, de olvidos. De mentes que se emborronan, de imágenes que se diluyen, que se entremezclan, de pasado, de presente y de un futuro con fecha de caducidad. De reproches a lo vivido, de rebelión y de carreras contra el tiempo, contra la enfermedad, contra la autodestrucción del yo, de la esencia del ser humano. De la lucha de un hombre dispuesto a emplear todos los medios para evitar lo inevitable, dispuesto a ser galgo, a ser vencejo, a renunciar a su realidad antes de perderla.

- Paúl, ¿Los galgos no tienen Alzehimer verdad?
- No, Alberto. Ni los vencejos tampoco.


1 comentario:

Pedro Bonache dijo...

He visto a tus murcielagos frugivoros volando ajenos a los señores de la guerra y a los cascos azules...,y ahora aquí espero a los vencejos.Ellos volaran paa nuestro deleite,para recordaranos que aun existe cierta pureza a nuestro alrededor, aunque sea fragil delicada como las amapolas blancas o mordaso como nuestros vencejos.