Al leer El hombre de la Sierra Calderona, comprendió porqué Pedro lanzó esa
pregunta al aire, sin venir a cuento en la conversación, mantenida a cuatro
bandas, en el cada vez más habitual punto de encuentro de la Font del Berro.
Fue mientras leía la novela
cuando su mente reconstruyó aquella escena en el Berro. Recordó a Pedro como
dirigía su mirada hacia la caseta que apenas se divisaba desde donde se
encontraba
- Allí es
donde sucede todo.
Entonces entendió que esa novela,
su novela, escrita en unos pocos meses, llevaba mucho más tiempo gestándose en
su interior. Quizá tanto tiempo como llevaba recorriendo estas montañas, o
quizá mucho más, quizás empezó a hacerlo cuando de niño pasaba los veranos en
el chalet y comenzaba a descubrir la
naturaleza, como le pasó a Julio cuando acompañaba a regar a su padre.
De nuevo, como le ocurrió con El verano de los perros flacos, se
imaginaba una película. Quizás mucho más con esta. Las escenas perfectamente
estructuradas, los capítulos funcionando casi como microrrelatos, el enorme flashback, el ritmo vivo. Imaginaba a la
manada con cámaras subjetivas a ras de suelo que permitieran captar el miedo de
Moset a la camisa de la culebra, el
roce de los matorrales en el cuerpo de los podencos cuando perseguían un conejo
o la velocidad de Nati al correr la
liebre en La Morruda.
Mientras leía podía sentirle el
pulso, la vida. Sentir la montaña, la única protagonista mostrando sus
múltiples caras, mientras el resto de rostros, humanos y animales, estaban premeditadamente
difuminados, carentes de rasgos y descripciones. Esto le obligaba casi sin
quererlo a poner cara a cada personaje. A veces Julio era él mismo, otras le
gustaba verse como el ciclista que se para a contemplar a Moby Dick, deteniéndose a observar lombrices gigantes o sintiendo entre
sus dedos los pelillos del largo tallo de las amapolas moradas que emergían
entre las altas gramíneas en la pista de Potrillos.
Pero la mayoría de ocasiones Julio era Pedro, oía su voz gritando monosílabos a
los perros, veía su cara emergiendo del barro rojo tras la barrancada en la
Vigueta, tomando el café tocado de la Oroley,
persiguiendo al quad por Tristán o
inhalando los aromas de las plantas aromáticas mientras se desangraba con la
femoral perforada por el jabalí en el Berro.
Pero si algo rezumaba el libro
era gratitud. Cada párrafo evidenciaba el motivo de su escritura, percibía en
cada línea la intención de devolver algo de todo lo recibido durante años
pasados y de todo lo que resta por recibir en tiempos futuros. La forma
elegida, aunque al final no dejaba de ser el vehículo con el que quieres
llegar, el empaquetado del regalo, resulta especialmente acertada: Un relato de
ficción gestado desde las experiencias vividas, y no vividas, de un hombre con
su lugar de refugio, de acogida, de consuelo y, cómo no, de aprendizaje. Una
persona que siempre ha buscado, a su manera, la comunión con este entorno que
da y quita con tanta facilidad como nobleza y que ha quedado hechizado por su
sencillez y por su pureza.
2 comentarios:
Bueno Jesús...., ya sabes que de nuevo me has hecho llorar. Por cierto, claro que era yo....., y también tu.
Mientras la escribia mas de una vez pensaba "esto le gustará a Jesús...."
Me alegro que te haya gustado Pedro. Como diría un torero: va por ti.
Muchas gracias por la parte que me toca y por supuesto por la dedicatoria.
Espero impaciente la siguiente y ver esta publicada, que creo seriamente que lo merece.
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