28 de octubre de 2010

Divina señal


Su primera reacción fue de sorpresa. No podía creer lo que le estaba pasando. Había engarzado la última curva a derechas por el interior, sabedor que recortaría metros a base de multiplicar esfuerzo. Instantes antes había girado la cabeza contemplando las neblinas que cubrían el barranco de la Vigueta, impidiéndole ver la serpenteante pista en constante ascenso hacia Tristán. La presión intermitente en su pecho apareció traidora, repentina, sin aviso. Su intento de ignorarla fracasó a las primeras de cambio y no tuvo otra que poner pie a tierra para intentar normalizar sus pulsaciones. La sorpresa e incredulidad iníciales dieron paso a cierto temor ante la novedosa respuesta de su organismo a los esfuerzos prolongados. “El primer aviso”, masculló mientras depositaba su herramienta en el rodeno. Apoyado en uno de los muchos pinos inclinados y todavía raquíticos que tuvieron la desgracia de nacer en plena pendiente, pudo observar en un silencio, tan solo roto por su entrecortada respiración, el barranco envuelto en brumas, tranquilo, camaleónico, casi mágico, y, se sintió extraño, sintió que formaba parte de aquello, integrado, absorbido por la montaña, en auténtica armonía con ella; y, por un instante, casi agradeciendo el dolor en su pecho,  el más agnóstico de los agnósticos no pudo evitar pensar en señales y avisos divinos.

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