10 de diciembre de 2010

Gus


Cuando abrió la puerta de la cocina alzó la cabeza mirándolo con sus ojos color miel y el morro apoyado sobre el suelo entre las dos patas delanteras.

Como imaginó no se había movido en toda la noche. La desconocida enfermedad lo había dejado prácticamente paralítico, acallando cualquier posible duda sobre la decisión que había tomado aquella misma noche de desvelos.

El animal no dejaba de mirarle sin emitir sonido alguno. Por un único momento llegó a ver en aquel perro algo más de lo que realmente era. Sus ojos parecían decirle que lo comprendía, que no se preocupara, que sabía que había hecho todo lo posible, que era el momento y lo asumiría como siempre lo hacía, con una calma y generosidad infinita.

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