23 de diciembre de 2010

Universo


Si algo de bueno tenía su trabajo era su intimidad. Disponía de un pequeño cuartucho anexo a uno de los laboratorios, olvidados como el resto de instalaciones situado en la planta baja del edificio. Administración y Gerencia ocupaban las “zonas nobles” en la planta alta. Si alguien venía a “visitarle”, cosa que ocurría una o dos veces a la semana, tenía tiempo de sobra desde que oía sus pasos por la escalera de mármol del vestíbulo. El lento paso del reloj era contrarrestado por un alto nivel de independencia que, además de permitirle organizarse el trabajo y el tiempo a su medida, le proporcionaba libertad añadida en sus costumbres y modos de actuar.
Al principio se sintió hasta cómodo en su pequeña ubicación. Adoptó el cubículo como su inframundo. Con el paso de los meses se hizo más fuerte en él. Cuando bajaba algún superior lograba vencer su timidez y responder cualquier posible insinuación sobre su trabajo o sobre su rendimiento. Atrincherado en su mesa se sentía capaz de casi todo y sobre todo se sentía confiado. Rara vez subía a las plantas superiores y, cuando lo hacía, se apresuraba rápidamente a volver, bajando al trote las escaleras como el buceador que se queda sin oxígeno y busca imperiosamente la superficie.
Pronto las rutinas diarias fueron adquiriendo un mayor peso específico, otorgándoles una importancia excesiva que rallaba la paranoia. Ante tanto vacío, la red se convirtió en su desahogo, en su válvula de escape. Visitaba siempre las mismas páginas en el mismo orden cronológico. A pesar de disponer de libertad total de visitas su lista de favoritos rara vez crecía. Sus límites los marcaban las webs de sus escasas aficiones y rara vez visitaba nuevas páginas con contenidos distintos. Sus correos personales cada vez tenían menos mensajes. Su móvil rara vez sonaba. No tardó en darse cuenta de que su encierro laboral iba más allá de lo meramente físico. Se puso a pensar en la gente que había conocido en los últimos años y se asustó al ver que era muy poca. Demasiada poca. Cada día que pasaba en su puesto se aislaba más y más. Se había convertido en una sombra de sí mismo. Una sombra que se confundía con el resto del mobiliario en el fondo del laboratorio abarrotado de aparatos inservibles, viejos, caducos. Un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando se imaginó dentro de 20 años en la misma habitación, visitando las mismas páginas.

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