16 de diciembre de 2010

Invisible


Desde pequeño nunca destacó en nada, salvo quizás en eso mismo. Esa medianía se instaló en su existencia llevándole a sentirse ignorado en multitud de situaciones cotidianas. Siempre tuvo esa sensación y como tal siempre pensó que no era más que una sensación completamente irreal y algo obsesiva. Fue pasando de puntillas en su vida académica, en muchas ocasiones deseaba ser objeto de la ira del profesor de turno, ser cuestionado o, al menos interrogado, salir al encerado se convirtió en una gesta digna del montañero más audaz.
Recuerda como en los comienzos de su trabajo acudía a las reuniones semanales con la excitación de sentirse parte de un equipo, una pieza más pero igual de imprescindible que cualquier otra, pronto se dio de bruces con su maldición, él estaba ahí pero no contaba, no tenía su parte de tareas semanales, sus opiniones y sugerencias parecían desvanecerse en el vacío antes de llegar a los oídos de sus compañeros. Llegó a obsesionarse con esas malditas reuniones del viernes por la tarde, en sus pesadillas gritaba en ellas pero de sus cuerdas vocales no se emitía sonido alguno por más que se desgañitara. Pronto buscó cualquier pretexto para evitarlas hasta que finalmente consiguió no ser convocado. Ser físicamente ignorado fue para él un pequeño gran triunfo, una confirmación de sus sospechas iniciales, subir un peldaño más de la escalera hacia el paraíso de la soledad.
Con el paso de los años el cansancio se adueñó de él. Agotado de la lucha baldía contra la corriente. Abandonó la táctica del puñetazo en la mesa. Dejó de luchar. Se dejó llevar. Se acabaron las propuestas, los planes, las reuniones, las conversaciones, las oportunidades. El día a día era un cumplir el expediente para llegar sano y salvo a casa. La táctica del avestruz. La absurda necesidad de esconder lo invisible.

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