18 de mayo de 2011

Autocrítica

El partido estaba decidido casi antes de comenzar. En aquellos tiempos en estas rondas iniciales de cualquier Grand Slam las sorpresas escaseaban y los torneos carecían de interés hasta que llegaban las rondas finales. De cualquier forma el campeón se esforzaba como si le fuese la vida en ello, peleando cada bola. Ignorando el abultado y casi insultante marcador electrónico. Tras un punto apenas peleado y fallado incomprensiblemente por el cabeza de serie del torneo, el comentarista se acordó de ella. “Era muy exigente consigo misma, se machacaba no ya cuando las cosas no terminaban bien sino también cuando no comenzaban bien. Llegaba a regalar el punto si consideraba que no lo había trabajado lo suficiente, si ese aproach no estaba bien ejecutado o si su saque había sido mediocre. La pérdida del punto era como un castigo autoinflingido que le permitía empezar de cero con el siguiente e intentar alcanzar el punto perfecto.”
Desconocía si este comentario se acercaba más a la leyenda que a la realidad de la que fue una de las mejores jugadoras de todos los tiempos pero lo entendía perfectamente. A pesar de repetirse mil y una veces que la perfección no existe consideraba que aplicar el borrón y cuenta nueva como estrategia vital le acercaría más a la penitencia que a la liberación. En la vida no hay marcha atrás, tan sólo un perfil de diente de sierra en el que vamos discurriendo como podemos o como nos dejan, intentando hacer las cosas conforme a lo que consideramos correcto. Sabía que era inútil, aunque inevitable, pensar en el pasado que no podía cambiar y que debía disfrutar de lo único verdaderamente disfrutable: el momento presente, pero su naturaleza le imposibilitaba, se sentía genéticamente resignado a su forma de ser y los intentos por cambiarla era cada vez menos enérgicos.
        Aquel que dijo: “Ganar o perder no es lo que importa”, probablemente perdió.                 
(M. Navratilova)

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