De nuevo se
sorprendió a sí mismo mirando a través de la ventana. Con una de sus dos hojas
abierta para evitar la venda en los ojos que era ese cristal traslúcido que lo emborronaba
todo. Las rejas exteriores acentuaban la sensación claustrofóbica de la que era
su estancia en los últimos ochos años durante más de ocho horas diarias. La
calle yacía desierta, silenciosa, perezosa sin ánimos a levantarse, casi había
olvidado el bullicio de los primeros años. Las máquinas trasladando palets con todo tipo de mercancías. Los
contenedores esperando pacientemente su turno de carga y descarga. Los
operarios atajando campo a través para no quedarse sin mesa en el bar del
polígono. Todo desapareció poco a poco. El silencio de la calle tan sólo se
rompía con sonido del motor de algún vehículo y el del contacto de sus
neumáticos con el agua de los charcos aleatoriamente distribuidos como agujeros
en un queso de Gruyere. El yermo paisaje rural de la meseta castellana trasladado
al asfalto desnudo del polígono industrial. Vistas infinitas de la monotonía. Coleccionables de ausencias.
Se sorprendió
mirando a la nada, mirando intentando ver en qué se había convertido su
existencia. No había más que un fuera de campo desenfocado, borroso y lleno de
sombras que sus cristalinos no lograban perfilar. Cada día se resistía a ello,
se levantaba y desplazaba la hoja del ventanal buscando la imagen precisa y
certera, la que le propinara el empujón definitivo, la chispa con la que poner
en marcha la reacción, el cambio y, cada día encontraba la misma sombra, la misma
duda eterna, enquistada en sus retinas y en su cerebro. Cada día haciéndose más grande y más sombría.
Pudo verse bajo una
luz ambarina mirando hacia al vacío a través de un cristal color miel tupido
con celdas hexagonales, tan frágil como infranqueable. Una ventana por la que asomarse al mundo del desencanto
y la apatía. Una muralla tan tangible y a su vez tan etérea que le sumía en la
certeza de la melancolía más absoluta.
El sonido
impertinente del teléfono le hizo volver a la blanca realidad del fluorescente
y a las rejas verticales de su imaginaria jaula de oro que, un día más, se
negaba a abandonar.
Pero, a veces, cuando miro a mí alrededor y
descubro tantas ausencias, tantas cosas destruidas y al mismo tiempo tanta
tristeza, algo me dice que, quizás en ellos, se fue nuestra capacidad para
sentir de verdad la vida.
Teresa (Teresa Gimpera).
El espíritu de la
colmena (Víctor Erice, 1973).
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