Subía a ritmo tortuguero por la carretera de las canteras y
ya casi llegando al cruce con la carretera de Náquera a Serra le sobrepasaron,
sin inmutarse, dos ciclistas con bicis de carretera.
- ¡Eh! Seguro que llevas la mochila esa tan grande para
cargarla de cerezas.
- Es verdad que este fin de semana es lo de la fiesta de la
cereza.
El recuerdo de ese día en el que en Serra obsequian a lugareños
y foráneos con el fruto típico de la población le despertó sus jugos gástricos y
pensó que no sería mala idea degustar una buena cantidad de esa fruta tan peculiar
y atractiva a los sentidos como postre junto a su triste barrita habitual.
Al entrar en Serra pudo corroborar que, a horas tan
mañaneras la población dormía plácidamente teníendose que conformar con emular
a los Indurain y compañía pasando en completa soledad por debajo del cartel que
anunciaba la celebración. Las calles desiertas le invitaron a dirigirse hacia
las pistas del Castillo y olvidarse, muy a su pesar, de la roja fruta del Prunus avium.
Andaba a sus anchas, ascendiendo en solitario las cortas
aunque exigentes rampas del Castillo de
Serra, cuando ya en el desvío para tomar la pista hacia la carretera del Garbí
las vio. Azarosas, las zygaenas no paraban de revolotear en torno a las flores
cercanas, haciendo caso omiso de su presencia. Se presentaban descaradas, hasta
encontradizas. Extraordinariamente fotogénicas como presumiendo de su belleza y
exhibiéndola a cámara. Mostrando al mundo sus colores aposemáticos, seguras de
sí mismas, como sabedoras de que el ácido cianhídrico que recorre su cuerpo las
protege ante posibles depredadores y que sus llamativos colores actúan de
advertencia. Semáforo en rojo. No tocar.
Por un momento se vio a si mismo tirado en el margen del
camino envuelto en mariposas metálicas de manchas rojo cereza. Agradeciendo el
madrugón que le obsequió con el placer visual a costa del gustativo.