Blanca corría, agitando
su cubo descompasadamente detrás de Thor que, ocupado en explorar un
alrededor desconocido, la ignoraba como si no tuviera tiempo en
atender a sus juegos. Como casi siempre el cubito nunca se llenaba
de las escurridizas ranas, con suerte sería ocupado temporalmente
por algún renacuajo despistado que caía en las redes del salabre.
Salía muchas tardes con
la pequeña, recorriendo caminos entre campos de naranjos, cebollas,
almendros y algarrobos. Paseaba por prados de Asphodellus y amapolas
con un ojo en el retriever y otro en su hija que se dedicaba a
acribillarle a preguntas sobre asuntos tan dispares como la fila de
hormigas que encontraba cada 4 pasos, o si aquello negro y rojo era
un chinche o un escarabajo. Le gustaba observarla como admiraba
entusiasmada a las blanquitas de la col que revoloteaban a su
alrededor, como se quedaba boquiabierta con las golondrinas que
volaban a ras de suelo a escasos pasos de ella o ver su cara de
incredulidad al descubrir que las mariquitas no eran los seres
simpáticos de los cuentos infantiles sino perfectas máquinas de
devorar pulgones.
Otras veces salía solo,
entonces el perro se quedaba a su lado como escoltándolo, y se
mostraba mucho más tranquilo. Paseaba devorando el aroma de la
tierra mojada y el azahar, acompañado por sus propios pensamientos,
con la omnipresente silueta de las montañas por las que pedaleaba,
ahora oscuras y algo sombrías, siempre vigilantes. De vez en cuando
se cruzaba con algún vecino, al que hacía meses que no veía y del
que no sabía ni siquiera su nombre aunque si el de su perro.
Recordaba sus primero años en la urbanización, paseando a Gus por esos mismos caminos,
cruzándose con las mismas personas ahora recuperadas, como sus
rutinas.
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