7 de octubre de 2010

Olor a verano


A partir del mediodía el calor y la ausencia de actividad potenciaban el ambiente soporífero que invadía cada minuto en el puesto de trabajo. El silencio sólo roto por el rumor del paso de los vehículos por la carretera próxima, aumentaba la sensación –siempre patente- de aislamiento físico.
Como era habitual cuando había viaje pasaba de un período frenético al ostracismo más absoluto. De las inevitables y absurdas peticiones de última hora se pasaba a el listado manuscrito de tareas semanales, a cada cual más incoherente. La calma se apoderaba de él aunque sabía que, como un catarro, pasaría y retornaría el histerismo caprichoso que tan bien conocía. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la planificación de objetivos, a la preparación de estrategias, al calendario anual. Nunca existió nada de esto. Durante los primeros meses luchó, resistiéndose a caer en el ritmo impuesto por una dirección caprichosa y sin sentido alguno. Ahora, simplemente se dejaba llevar.
Recordaba cuando de pequeño esperaba las olas en la playa y, durante escasos segundos, era transportado hacia la orilla. Y como sonreía durante esos instantes en los perdía ligeramente el control de su cuerpo y era el mar el que lo asumía. Ahora el mar está en calma. Él simplemente se dedicaba a extender los brazos y las piernas a adoptar cierta rigidez en su cuerpo para permitirle flotar en horizontal. Se hacía el muerto. Se dejaba llevar.

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