21 de octubre de 2010

Contrastes

La urbe provocaba en él sentimientos encontrados. Por una parte disfrutaba caminando por sus calles observando furtivamente a los viandantes absortos en sus mundos cerrados e inaccesibles. Se deleitaba visitando sus comercios predilectos y completando recorridos perfectamente diseñados en su mente metro a metro, adoquín a adoquín. La urbe le permitía ser anónimo en un mundo de seres anónimos. Se encontraba extrañamente a gusto en un lugar donde la proximidad física se traduce en distanciamiento, en despreocupación. Se manejaba a la perfección en esa selva donde nadie conoce a nadie ni hace intención por conocerlo. Pero, por otra parte, detestaba internarse en ella. Con el paso de los años era una actitud que se había acentuado. Él mismo lo apercibía. Su estado de ánimo cambiaba radicalmente por el mero hecho de tener que conducir hasta el centro. En su interior se generaba una incertidumbre que lo transformaba. Sus poros rezumaban agresividad. Se sorprendía a sí mismo soltando improperios a los conductores vecinos o a los peatones que no respetaban sus zonas de paso. Odiaba sus sonidos estridentes y sorpresivos y, sobre todo odiaba su olor a rancio, a cloaca, a decorado brillante incapaz de disimular su constante putrefacción. Detestaba sus gentes rudas, indiferentes, permanentemente presurosas. Mientras que era capaz de perderse por las montañas con una total confianza,  en la ciudad se sentía huidizo a veces incluso hasta perseguido, casi siempre frágil e indefenso.

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