17 de marzo de 2011

Vida de tortuga

Cada mañana, cuando les encendía el fluorescente que se esforzaba en ejercer de sol de categoría regional, se reafirmaba en sus ideas iniciales. Siempre había sabido que aquello no era buena idea. Desde hacía tiempo huía de mascotas y toda clase de animales domésticos y más si se trataba de aquellos que deben pasar sus vidas confinados en diminutos cubículos ya sean jaulas doradas, acuarios de diseño o cajas con interminables laberintos de tubos y ruedas de colores. Pero, como casi siempre, cedió. Sabía que aquellas diminutas tortugas no tardarían en crecer y en rebosar de sus instalaciones. Cuando las alimentaba siempre se planteaba el tipo de vida al que había condenado a estos seres, sin otra misión que comer y reproducirse –en el mejor de los casos- y sin otro aliciente que engullir más Gammarus que su rival y lograr la  mejor posición para el posterior sesteo. Le era inevitable establecer paralelismos entre la vida carcelaria animal y la vida humana. Salvando las distancias todo era lo mismo. A la libertad muy condicional impuesta en la semana laboral le seguía la libertad condicionada del fin de semana. Analizando detalladamente su situación, no pudo evitar el sobresalto al darse cuenta que, en los últimos meses, sus movimientos de fin de semana no abarcaban más de 30Km a la redonda y siempre a los mismos y archiconocidos lugares. En ocasiones no se sentía mucho más libre que los pájaros a los que dejan la puerta abierta de la jaula pero nunca salen, no ya por temor a lo desconocido sino porque desconocen la existencia del mundo exterior.  Al final, como las tortugas, todos estamos esperando a que llegue la rutinaria mano con el alimento para volver a reiniciar el ciclo de sustento sin atreverse a salir del terrario.

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