26 de diciembre. Conducía hacia el trabajo observando las
calles con los minimalistas adornos navideños casi camuflados con los neones de
los comercios, echó en falta la ausencia de la típica banda sonora con las
martilleantes melodías navideñas, incluso apercibió un cierto ritmo cansino
entre los viandantes. Hasta él llegaban sensaciones de moderación, de
contención, no ya del consumo –cosa que comprendía perfectamente- sino también
de la alegría, de la ilusión que, en muchas ocasiones fugaz y casi siempre
banal, suele acompañar a muchas personas en esta época del año. Parecía como si
existiera un acuerdo tácito, de no agresión, como si los que de verdad estaban
felices no quisieran demostrarlo para no afrentar a los demás. Veía a la gente
caminar como siempre a lo suyo sin escuchar la manida coletilla de Felizañoigualmente que otros años se
pronunciaba casi automáticamente ante conocidos y extraños.
26 de diciembre, lunes, y aquí estaba trabajando como un
lunes cualquiera de una semana cualquiera. El calendario, caprichoso, evitaba
los festivos para regocijo de empresarios y pesar de trabajadores y aportaba su
granito de arena para que estas navidades pasaran casi de incógnito, de puntillas,
como esperando mejores tiempos en un futuro siempre demasiado lejano.